Hoy he visitado dos casas inhabitables y sus almas vacías.

La primera es una casa con planta en forma de L que tiene una salida a calles diferentes en cada uno de sus extremos. La casa tiene innumerables habitaciones y pasillos que forman un laberinto difícil de recordar. Hay estancias secas y oscuras pero también las hay húmedas y luminosas, con patios interiores soleados o lluviosos. Sus dos fachadas son viejas y resquebrajadizas. Una de ellas da al campo y se sale por un rústico y viejo portón de madera. La otra fachada da a una calle de ciudad de provincias y su puerta es de madera o hierro, según los días, aunque es de una apariencia mediocre. Es incómodo vivir en ella porque está casi vacía de muebles, desconchada y polvorienta. Tan solo una pequeña parte se usa. El resto es visitada ocasionalmente por dos de los tres moradores: padre, madre e hija. Únicamente la niña recorre con frecuencia los lugares más alejados e inhóspitos y conoce todos sus rincones y laberintos. El padre solo se atreve a recorrerla con su hija por miedo a perderse, aunque se siente atraído por sus enormes posibilidades y le agradan especialmente esos abandonados jardines y patios con galerías acristaladas a los que llega la luz y las nubes. La madre no sale nunca de los dos o tres cuartos principales que dan a la ciudad.

La segunda casa es redonda y alta, con forma de cúpula y una indescriptible arquitectura de estancias interiores. La cúpula está recubierta por una única y continua estantería de libros imposibles de alcanzar ni leer. Nada tiene una función concreta en este alojamiento: se puede dormir, cocinar o bailar, de forma indiferente, en cualquiera de sus múltiple rincones. Aunque hay muros, vigas y escaleras... la separación entre espacios nunca es total ni resulta evidente. A veces se tiene la sensación de que los elementos arquitectónicos cambian a capricho y con desasosiego para algunos de sus habitantes y visitantes. Otros, en cambio, parecen acostumbrados a los cambiantes designios de la mansión. No se sabe si los vanos exteriores son puertas o ventanas. Por cualquiera de ellos se puede entrar y salir. Incontables personas, cada cual más extraña, entran y salen continuamente. Hay gente que vive allí siempre, en su recodo imposible y otros que entran tan solo a curiosear y marcharse. Se cuentan por centenas los cachivaches inútiles que la adornan y a los que los habitantes intentamos encontrar una utilidad para satisfacer una perentoria necesidad del momento: freír un huevo frito con un disco; oler las noticias en un tintero; escuchar música con unas gafas sin cristales; fabricarnos un reloj digital con una caja de cuchillas de afeitar o un smartphone con lo que parecen las pastillas de freno de un coche.

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