El whisky con hielo
"El whisky con hielo es el sonajero del mamado."
En un rincón opulento de la ciudad, en un bar cuya iluminación parecía orquestada por un diseñador de interiores con complejo de divinidad, se reunían cada viernes por la noche los hombres más exitosos (según ellos) del distrito financiero. Este lugar, donde las bebidas costaban lo que un almuerzo para tres en cualquier otro sitio, se había convertido en su refugio semanal para desahogar el tedio de sus vidas presuntamente perfectas.
Entre ellos, sobresalía Maximiliano López del Campo, o Max, como él insistía que lo llamaran, porque “Maximiliano suena a nombre de personaje de novela antigua”. Max era un hombre que vivía por y para la apariencia. Su camisa de seda, con más botones desabrochados de lo socialmente aceptable, dejaba entrever un pecho depilado con esmero, donde colgaba una cadena de oro tan gruesa que amenazaba con dislocarle el cuello.
Max siempre tenía una historia que contar, un relato exagerado de su vida donde las cifras nunca eran menos de seis ceros y las mujeres caían rendidas a sus pies al primer pestañeo. Esta noche, su anécdota trataba sobre su último viaje a Mónaco, donde, según él, había ganado una pequeña fortuna en la ruleta, mientras una modelo sueca le masajeaba los hombros.
—Pero ya saben, lo importante no es el dinero —decía, sorbiendo su whisky de manera calculada—, sino la clase. La clase es lo que diferencia a los hombres de los muchachos.
Mientras hablaba, sus amigos lo miraban con una mezcla de admiración y envidia, convencidos de que el éxito de Max era tan real como las sonrisas de las azafatas en sus vuelos de primera clase. Sin embargo, había uno entre ellos, un tipo más reservado y observador, que conocía a Max desde la infancia y sabía que tras esa fachada no había más que un niño grande jugando a ser adulto.
Julio, que así se llamaba este observador, recordaba con claridad la primera vez que Max había probado el whisky. Habían sido apenas adolescentes, y Max, tratando de impresionar a unas chicas de la escuela, había robado una botella del mueble de licor de su padre. Tras tragar el primer sorbo, había puesto tal cara de asco que las chicas no pudieron contener la risa. Max, furioso por haber quedado en ridículo, prometió en ese momento que algún día sería un hombre al que el whisky le sabría tan natural como el agua.
Y vaya si había cumplido esa promesa, al menos en apariencia. Cada viernes, Max pedía su whisky con hielo, agitaba el vaso y sonreía como si en ese sonido encontrara el sentido de la vida. Pero Julio sabía, por ese brillo de inseguridad en sus ojos, que Max seguía siendo el mismo muchacho que se ahogaba en su propio reflejo.
Aquella noche, mientras Max seguía narrando su vida de fantasía, Julio decidió que era momento de poner fin a la farsa. Con una sonrisa socarrona, esperó el momento oportuno y, en un descuido de Max, tomó su vaso y lo agitó con exageración.
—¡Salud, Max! —dijo, imitando el tono grandilocuente de su amigo—. Que nunca nos falte clase.
Todos rieron, incluyendo a Max, que no había notado la ironía en la voz de Julio. Pero éste, inclinándose hacia los otros con una complicidad maliciosa, remató en un susurro:
—Porque, ya saben, el whisky con hielo es el sonajero del mamado.