Voyeur de luna
Sólo momentos así justifican la triste y absurda existencia de los ojos que admiraron estas astrales melodías, la vespertina y azulada orgía de dos astros y el voyeurismo de las lágrimas marinas de un poeta completamente tonto.
Hoy he visto a La Luna hacerse la redonda en un pentagrama rayado por aviones a reacción y a Venus contemplando, boquiabierto y envidioso, su belleza al descender por la escala de diosas musicales de la noche.
La luna, gorda y perezosa, se balanceaba entre las cuerdas tensas del cielo, trazando una sonrisa redonda en el pentagrama oscuro que los aviones a reacción habían garabateado. Cada trazo era una nota disonante, un murmullo que vibraba entre las estrellas mudas. La luna, su majestad intacta, bajaba por esa escala de luces y sombras, con la gracia de una diosa agotada por el peso de los siglos, mientras Venus, desde su palco de amante olvidado, la miraba con ojos de fuego y envidia. Su luz titilaba con celos velados, como si el astro quisiera robarse un poco de esa belleza desbordante, pero nunca lo lograba.
La noche, cómplice de este duelo celestial, se extendía, azulada y suave, como un mar sin olas. Las estrellas eran notas perdidas, melodías enmudecidas por la danza sutil de los astros, y en medio de todo, la mirada humana. Unos ojos, los míos, parpadeaban ante tal orgía de luces y movimientos. Ojos tan pequeños, tan insignificantes frente a ese drama vespertino. Mis pensamientos se deshacían como espuma en la arena al comprender la absurda verdad: existimos solo para ser testigos de estas coreografías etéreas, nosotros, los tontos poetas que lloran al ver una lágrima cósmica deslizarse por el rostro de la luna.
Venus suspiraba, Venus deseaba, pero la luna, altiva, seguía su descenso por la escala de las diosas de la noche, ignorante del deseo que provocaba, ajena al duelo que se libraba en la bóveda celeste. Y yo, patético voyeur, sentía que mis lágrimas se mezclaban con el agua salada del mar que susurraba a mis pies. ¿Por qué mirar lo imposible? ¿Por qué amar lo que jamás podremos tocar?
Solo en estos momentos—donde la belleza aplasta con su inmensidad y deja al alma sin aire—se justifica el peso de los ojos que la contemplan. Las lágrimas se convierten en un tributo sagrado, como si el mar mismo llorara conmigo, en silencio, mientras Venus y la luna seguían con su ritual inalcanzable. La tristeza, tan absurda como la existencia misma, se envolvía en un manto de estrellas, y en ese velo inmortal, encontraba su redención.
La Luna, esa gran soberana pálida, se dejaba caer con una arrogancia elegante sobre el firmamento, redonda y plena, mientras los aviones a reacción dibujaban sobre su lecho un pentagrama gris, estriado, como si el cielo nocturno, cansado de su silencio eterno, se animara a componer una sinfonía secreta. Las nubes, en complicidad, se arremolinaban a su alrededor como notas dispersas, queriendo ser parte de esa partitura cósmica.
Y allí estaba Venus, suspendido en la distancia, con el brillo titilante de quien ha sido opacado por una belleza superior. Venus, que siempre había reinado con su resplandor dorado, observaba con ojos temblorosos, boquiabierto, tal vez envidioso, la magnificencia con la que la Luna descendía, nota tras nota, por la escala invisible de las diosas nocturnas. Era como si la propia naturaleza de Venus, el astro de la pasión, estuviera relegada a un segundo plano, condenado a ser mero espectador de aquella gloriosa caída.
Desde la orilla del mundo, un poeta insomne, de manos temblorosas y mirada ansiosa, seguía con avidez aquella orgía azulada de astros. Sus ojos, esos dos orbes diminutos que nunca comprenderían la vastedad del cosmos, se empapaban en una belleza que sabía momentánea, efímera como todo lo sublime. Cada parpadeo, cada destello en la atmósfera celeste, era para él una confirmación de lo absurdo de la existencia: nacer, sufrir, escribir... ¿para qué, si todo hallaba su explicación en un instante de perfección absoluta que desbordaba las fronteras del entendimiento humano?
El poeta no pudo evitar que las lágrimas, marinas y saladas, rodaran por sus mejillas. Lágrimas tontas, se decía. Como si los astros se dignaran a notar su insignificancia. Pero, en el fondo, sabía que eran ellas las que lo unían al espectáculo. Eran las gotas de un ritual secreto, un susurro húmedo que el cielo le devolvía en complicidad. Y aunque él, el testigo mudo, se sabía patético, también era parte de la sinfonía: cada lágrima, una pausa; cada suspiro, una nota al final de aquella melodía cósmica que sólo él podía escuchar.
Así, mientras Venus seguía contemplando, envidioso y hermoso en su impotencia, y la Luna descendía como la diosa que era, el poeta entendió que su dolor, su tristeza, todo su absurdo, no era más que una nota en esa misma sinfonía. Su vida era la pausa que daba forma a la música del universo, y en ese momento, lo entendió todo: no hacía falta más.
Sólo momentos así justifican la triste y absurda existencia de los ojos que admiraron estas astrales melodías, la vespertina y azulada orgía de dos astros y el voyeurismo de las lágrimas marinas de un poeta completamente tonto.