Viejas costumbres
"Te Deum Dominus Adoramus."
La abadía emergía entre la bruma matinal como un navío varado en el tiempo, con sus muros de piedra que parecían rezar por sí mismos. Los monjes, envueltos en la cetrina penumbra de sus hábitos, avanzaban en procesión, dejando tras de sí el aroma a lúpulo y cebada, como si cada plegaria se filtrara a través de los barriles envejecidos en la cripta. Desde el portal de roble, tallado con escenas de la Creación y el Diluvio, emanaba un murmullo gregoriano que se fundía con el rumor del río cercano. Era el canto eterno de la devoción y el trabajo, inseparables como dos caras de una misma moneda. En el centro del claustro, bajo el viejo olmo que extendía sus ramas como brazos de mártir, reposaban los cálices de cobre que aún retenían el último vestigio dorado de la última fermentación. Los rayos del sol, al atravesar los vitrales, teñían la espuma naciente de los recipientes de ámbar y oro, y aquel líquido, espeso y perfumado, se antojaba más sagrado que el propio vino de misa. 'Te Deum Dominus Adoramus', rezaba el estandarte que pendía sobre el gran alambique, como si cada gota destilada fuera una forma de veneración, una plegaria líquida que ascendía hacia los cielos. Los visitantes llegaban de lejos, no solo en busca del consuelo espiritual, sino del elixir que prometía calentar el alma. Y al probar aquel brebaje espeso, que en su sabor encerraba siglos de historia y manos curtidas, comprendían que adoraban no solo a Dios, sino también a la vida que se fermentaba en cada rincón de la abadía.