Unicornio

Nuestras historias y destinos estaban cruzados, como en aquel famoso castillo de Calvino.

Unicornio

Nuestras historias y destinos estaban cruzados, como en aquel famoso castillo de Calvino. Había Animales, provistos o no de Cuernos, como el unicornio; también un Hombre, que compartía el destino con un Pez, y luego estaban todos los Tetramorfos posibles. Era realmente prodigioso dejarse llevar por aquel torrente de vida tan desigual pero tan aleatoriamente uniforme.

Nuestras historias y destinos, entrelazados en una trama invisible, se desplegaban como los pasillos laberínticos del castillo de Calvino, donde cada puerta abierta revelaba un nuevo enigma. Aquella amalgama de seres, como piezas de un rompecabezas cósmico, danzaba en un caos orquestado por manos invisibles. Los Animales, unos con Cuernos afilados que se enroscaban hacia el cielo, otros desprovistos de tales ornamentos, se movían con la gracia de criaturas míticas, como el unicornio, cuya figura destellaba con la luz de lo imposible.

Entre ellos, un Hombre, cuya sombra se alargaba hasta confundirse con la de un Pez, nadaba en aguas de destino compartido. Sus caminos, tan diferentes en apariencia, se fundían en la corriente subterránea de la existencia, como ríos que se encuentran en su búsqueda del mar.

Y allí estaban, además, los Tetramorfos, figuras que desafiaban la lógica y la simetría, componiendo una geometría sagrada que se desplegaba en cada esquina de aquel vasto universo. Sus formas, a la vez familiares y alienígenas, eran reflejos distorsionados de un espejo antiguo, uno que contenía los secretos del tiempo.

En ese torbellino de vida, en esa espiral de seres tan dispares y, sin embargo, tan misteriosamente uniformes, se hallaba una especie de verdad esencial, un ritmo oculto que latía bajo la superficie de lo visible. Era prodigioso, sí, dejarse arrastrar por ese torrente de vida desigual, en el que todo, aunque en apariencia caótico, parecía obedecer a una armonía oculta, a un patrón en el que cada historia, cada destino, encontraba su lugar en la vasta red de lo eterno.

Ah, cómo nos sumergíamos en ese entrelazado de fábulas y ensoñaciones, un tejido finamente hilado con los hilos de lo improbable. En ese castillo etéreo, suspendido entre el sueño y la vigilia, nuestros destinos se cruzaban como la urdimbre y la trama de un tapiz imposible. Allí, los Animales, aquellos seres mitológicos que desafiaban las leyes de la lógica y del tiempo, deambulaban con la misma naturalidad que la niebla se posa sobre los valles.

El unicornio, con su majestuoso cuerno en espiral, no era más que una sombra alargada en ese juego de luces y tinieblas. Pero, ¡ay!, en ese lugar donde lo real y lo fantástico convergían sin esfuerzo, la naturaleza de los seres se volvía un enigma perpetuo. El Hombre, aquel peregrino de caminos inciertos, compartía su alma con un Pez de escamas iridiscentes, como si ambos fueran dos caras de la misma moneda cósmica, nadando en el río insondable del destino. ¿Y qué decir de los Tetramorfos? Esas entidades que parecían surgir de los pliegues de un antiguo grimorio, sus formas múltiples reflejaban la diversidad misma del universo, haciendo del caos una simetría perfecta.

Era en verdad prodigioso, un vértigo de existencia que nos arrastraba en un torbellino de significados ocultos y revelaciones fugaces. Y sin embargo, todo seguía un orden, un ritmo secreto, como si una mano invisible tejiera cada hilo, cada encuentro, cada respiro de ese castillo de Calvino. Nos dejábamos llevar, atrapados en esa corriente de vida donde la disparidad se reconciliaba en una inesperada uniformidad, donde la desmesura encontraba su eco en la armonía.

Ahí estábamos, tú y yo, navegando en ese río sin nombre, cruzando puentes de palabras y silencios, mientras el universo entero, con todos sus seres y formas, se desplegaba a nuestros pies como una alfombra mágica, invitándonos a soñar, a perdernos y, quizás, a encontrarnos.