Un tango con la muerte

La muerte nos perdonaría la vida si supiéramos invitarla a un cabaret.

Un tango con la muerte

La muerte, esa vieja dama vestida de sombras, camina por el filo de la existencia, esperando su turno para entrar en escena. Su manto negro ondea con la brisa nocturna, mientras las luces del cabaret titilan en la distancia, reflejando un mundo que se empeña en olvidarla, en disfrazarla de humo y risas, de jazz y copas que tintinean. ¿Qué haría ella, la dama inexorable, si se le ofreciera una copa de champán bajo las luces de neón?

Quizá se detendría, por un instante eterno, al borde del abismo de la vida, con una sonrisa apenas perceptible en sus labios de hueso. Porque, al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse al encanto decadente de un cabaret, a la música que nace de la tristeza, a las danzas que giran como los últimos suspiros de una noche que se desvanece?

Sí, la muerte nos perdonaría la vida, con la generosidad de quien sabe que el final es ineludible, pero también que en la danza fugaz de la vida hay algo que ni ella puede poseer del todo. Se sentaría en la mesa del rincón, bajo una lámpara tenue, y con un gesto elegante aceptaría la invitación, observando el desfile de almas que, aunque efímeras, brillan con una luz que sólo se apaga cuando ella decide cerrar las cortinas.

Porque al final, la muerte no es más que una espectadora en este cabaret de la existencia, y quizás, sólo quizás, nos dejaría bailar un poco más, si supiéramos cómo invitarla a formar parte de este espectáculo llamado vida.

La muerte, esa danzarina de sombras y eternidades, podría detenerse, por un instante fugaz, si supiéramos cómo atraerla con las luces y el ritmo de un cabaret. Imagino la escena: un salón abarrotado de espejos antiguos que reflejan almas en su camino hacia lo desconocido, donde los destellos dorados de los candelabros bailan con el humo de cigarrillos elegantes, y la melodía de un piano, un tanto desafinado, pero apasionado, llena el aire con notas de nostalgia.

Ahí, entre las mesas, la muerte se sentaría, cruzando sus piernas de hueso bajo una mesa de terciopelo carmesí, observando con ojos vacíos el desfile de vidas que se consumen en el escenario. Quizás, por una vez, su guadaña descansaría a su lado, no como amenaza, sino como testigo. Y la muerte, tan seria en su perpetua misión, podría esbozar una sonrisa, aunque sea imperceptible, al ver que, por fin, los mortales han aprendido a entenderla, no como final, sino como la última invitada a la fiesta.

La muerte, en ese cabaret de luces y sombras, perdonaría por un segundo la urgencia de su tarea, si tan solo pudiéramos seducirla con la esencia misma de la vida: la ironía de una risa, la desesperación de un último beso, la embriaguez de un brindis que se sabe el último. Porque, al fin y al cabo, la muerte no es más que la más vieja de las amigas, y quizá, solo quizá, se dejaría llevar por el ritmo de un tango para olvidar, por un momento, que debe llevarnos con ella.