La estación vacía
"Si taconeas un poco más te confundirán con un mercancías."
En la pequeña estación de tren todo estaba sumido en un silencio casi palpable. Apenas se oía el susurro del viento acariciando los eucaliptos que flanqueaban la vía. Era una tarde de otoño, cuando el sol se oculta temprano y la luz dorada se mezcla con la sombra azulada de la noche que acecha. La estación, vieja y solitaria, parecía dormitar en la melancolía de su propia existencia, esperando, quizá, algún tren olvidado.
Pero entonces, un sonido perturbó la quietud. Un sonido metálico y rítmico, como el golpe seco de un tambor antiguo. Los tacones de alguien resonaban sobre las baldosas del andén, cada paso un eco que reverberaba en las paredes de la estación. María, la dueña del pequeño quiosco en la entrada, levantó la vista intrigada. Hacía tiempo que nadie pasaba por allí, y mucho menos a esas horas.
Por el andén avanzaba una figura delgada y elegante, una mujer envuelta en un abrigo largo que se mecía con el viento. Sus pasos eran firmes, decididos, casi imperiosos. Cada taconeo era como un martillo que golpeaba la inercia de la estación, despertando a los fantasmas del pasado. Se acercaba al final del andén, donde la luz del último farol titilaba, casi ahogada por la penumbra.
—Si taconeas un poco más te confundirán con un mercancías —murmuró una voz ronca desde la sombra.
La mujer se detuvo en seco, sus pasos cesaron, y el silencio volvió a envolver la estación, aunque ahora era diferente, tenso, como si la atmósfera se hubiera cargado de electricidad. Miró a su alrededor, buscando al dueño de esa voz, pero no vio a nadie. Solo las vías que se perdían en la distancia, como ríos de acero en la noche.
—¿Quién está ahí? —preguntó, intentando mantener el tono firme, aunque una ligera vacilación traicionó su nerviosismo.
La sombra se movió, y de ella emergió un hombre mayor, vestido con un uniforme de ferroviario que había visto mejores días. Llevaba una gorra deshilachada y sus manos, grandes y fuertes, mostraban las cicatrices de una vida dura. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una agudeza inesperada.
—No hay trenes esta noche —dijo el hombre con una media sonrisa—. Ni mañana, ni pasado. Aquí ya no pasa nadie.
La mujer frunció el ceño, desconcertada. Sabía que esta era una estación poco transitada, pero no había imaginado que estuviera tan desolada.
—Esperaba un tren... —comenzó a decir, pero el ferroviario la interrumpió con una carcajada baja.
—¿Un tren? ¿Aquí? —La risa se apagó, y su mirada se tornó seria—. Los trenes dejaron de pasar hace años. Pero claro, eso ya lo sabías, ¿no?
La mujer lo miró sin comprender. Todo en esta situación parecía desdibujarse, como un sueño del que uno no puede despertar. Detrás de ella, la estación parecía respirar, las paredes crujían como si contaran secretos antiguos.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —preguntó, más para sí misma que para el viejo.
Él la observó por un momento, como si midiera el peso de sus palabras antes de responder.
—Quizá, solo quizá, estás buscando algo que perdiste hace tiempo. Algo que dejaste aquí, en esta estación olvidada.
La mujer sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No recordaba haber estado aquí antes, y sin embargo, algo en las palabras del hombre resonaba en lo más profundo de su ser, como una melodía olvidada que alguna vez conoció.
—¿Qué perdí? —susurró, sin apartar la vista del ferroviario.
—Eso solo lo sabes tú —respondió él, dándose media vuelta y caminando hacia la oscuridad—. Pero te doy un consejo: si sigues buscando, no mires demasiado tiempo a las vías. A veces, lo que buscamos no está en el pasado, sino en lo que dejamos atrás.
El hombre se perdió en la sombra, y la estación volvió a quedarse en silencio, salvo por el eco lejano de los últimos tacones. La mujer miró las vías una vez más, y por un instante, creyó ver una luz a lo lejos, como el faro de un tren que nunca llegaría.
Dio un paso atrás, alejándose del borde del andén, y sintió una calma inesperada. Tal vez lo que buscaba no estaba aquí, sino en el camino que la había traído hasta aquí. Con un último suspiro, se dio la vuelta y caminó hacia la salida. Esta vez, sus pasos eran suaves, casi silenciosos, como si la estación misma le hubiera pedido que no perturbara más su sueño.
Al salir, el viento sopló con fuerza, llevando consigo las hojas secas que cubrían el camino. Y en la distancia, allá donde se perdían las vías, el eco de un taconeo se desvaneció en la noche, dejando la estación vacía una vez más.