Quién negará lo contrario

Mis ciudades invisibles

Quién negará lo contrario

De piel en piel amanezco a gatas para trasegar la dócil melancolía del vencido, del puro indolente olvidar. Y haber quién negará lo contrario, si al atusar mi pelo no encuentro razones para desamañar, para partir, para viajar a las más altas torres, a las más soberbias capitales.

Ciudades invisibles, visitadas por viajeros invisibles, recorridas por caminos invisibles, en invisibles caravanas. Destino. Jamás origen. Entre una y otra no hay caminos, no hay monturas. No hay.

Tropezando en las piedras, pisando los charcos y los lodos, atascando en campestres barrizales, para no hallar nada más que ciudades invisibles, puentes invisibles, calles invisibles, puertas invisibles, paredes invisibles, en invisibles solares. Y haber quién negará lo contrario.

Las ciudades invisibles se despliegan ante el viajero como espejismos de luz en el desierto. Apenas un temblor en el horizonte, un reflejo que parpadea entre la vigilia y el sueño. Son ciudades que nunca existieron, o tal vez siempre estuvieron ahí, pero nadie las ha visto. No hay mapas que las señalen, ni nombres que las definan; son efímeras, líquidas, hechas de la sustancia misma de la memoria y el olvido.

Por esos caminos desdibujados caminan los viajeros invisibles, sombras apenas perceptibles, como si sus cuerpos fueran hechos de aire, o de tiempo. Desfilan en silencio, con pasos que no dejan eco en la tierra, arrastrando con ellos recuerdos que no son suyos, y deseos que jamás se cumplirán. Sus caravanas serpentean por senderos que el viento borra al paso, los mismos senderos que nadie más recorre porque no se pueden ver, porque están hechos de los sueños de aquellos que ya han muerto.

Las ciudades se erigen y se desmoronan al ritmo de sus pasos. Templos de piedra que jamás serán tocados, plazas vacías donde el eco de risas inexistentes resuena, torres que se disuelven en la bruma como castillos de arena cuando el mar avanza. El viajero se detiene en las puertas de una de ellas, siente el peso del aire cargado de historias no contadas, de palabras que quedaron atrapadas en gargantas que ya no hablan. En su pecho crece una certeza: estas ciudades, estos caminos, nunca fueron para él. Sin embargo, sus pies siguen avanzando, como si un destino velado lo llamara.

La caravana continúa su marcha, y a lo lejos, otra ciudad empieza a perfilarse en el horizonte. También ella desaparecerá cuando el último viajero invisible cruce sus fronteras, dejando solo la promesa de su existencia suspendida en el viento, como un susurro que nadie logrará escuchar.

Tropezando en las piedras, con el peso del barro aferrándose a sus pies, avanzaba el viajero como quien lucha contra un sueño del que no puede despertar. Cada paso era un combate contra la tierra húmeda que lo retenía, cada charco un espejo oscuro que reflejaba su fatiga. Los lodos se alzaban como manos desde el suelo, queriendo abrazar sus tobillos, y él, persistente, seguía adelante, sin saber si algún final aguardaba al final de ese trayecto incierto.

Caminaba por campos desolados, por barrizales interminables que parecían multiplicarse, por veredas que se hundían en la nada. Pero no había descanso. El paisaje, monótono, sin color ni forma precisa, se desvanecía a medida que avanzaba, y todo lo que encontraba eran ciudades invisibles, espectros de civilizaciones que no dejaron huellas, más allá de sus contornos borrosos. Puentes que no sostenían, calles que no llevaban a ningún sitio, puertas que no se abrían, paredes que se alzaban y desaparecían en un parpadeo.

A veces, el viajero sentía que si alzaba la mano, podría tocar algo. Pero al estirarse, lo único que palpaba era el vacío, como si el mundo que lo rodeaba fuese una ilusión tejida de bruma, de la niebla que el viento se lleva. Las ciudades, apenas un susurro en el eco de su mente, no eran más que solares invisibles, ruinas que jamás existieron. Los techos que debieron cobijar alguna vez a sus habitantes eran ahora cielos abiertos, infinitos, y las plazas, silenciosas y vacías, albergaban solo la sombra de pasos nunca dados.

Caminaba, tropezaba y se hundía, como un fantasma que busca su propia tumba, atrapado en un ciclo sin final, donde todo lo que hallaba era invisible, excepto su cansancio. Y aun así, seguía adelante, con la esperanza de que, al doblar una esquina que no estaba allí, quizá, solo quizá, algo tangible se revelara. Pero en cada nueva curva, lo único que aguardaba era la sombra de otra ciudad que no había sido construida.