¿Qué será greguería?

"Mira, aquí hay un secreto que no sabías"

¿Qué será greguería?

En la penumbra de la tarde, con la luz oblicua dorando los filos de los muebles y arrancando brillos furtivos de la porcelana, me detuve a pensar: ¿Qué será greguería?

El eco de la palabra revoloteó en mi mente como un insecto dorado atrapado entre los visillos. Greguería. La repito y se deshace en una ristra de sílabas saltarinas: gre-gue-ría, como los pasos torpes de un niño que corre con zapatos nuevos. Se me antoja que tiene la textura de la espuma sobre el café recién hecho, burbujeante, efímera y llena de promesas.

Tal vez sea un chispazo de ingenio que se pierde entre los pliegues de la conversación, una de esas perlas que se sueltan sin aviso y ruedan bajo la mesa, inhallables hasta el día menos esperado. ¿No es acaso una greguería el chasquido del fuego cuando el ámbar de la madera se quiebra de repente? ¿O la forma en que las nubes a veces se disfrazan de animales imposibles?

No es solo palabra, sino relámpago. Un fogonazo breve que ilumina el abismo cotidiano y lo transforma en misterio. La greguería salta, se escurre, se escabulle. La miro de reojo, tratando de sorprenderla, pero se disfraza de mosca que se posa en el borde del vaso. Casi puedo escuchar su risa menuda, como el tintineo de una cuchara en la loza.

Tal vez, y solo tal vez, la greguería sea el guiño travieso que el mundo nos lanza en mitad de la seriedad con que fingimos entenderlo todo. Es la grieta por donde se asoma la broma cósmica, el resquicio por donde el universo se atreve a decir: "No te lo tomes tan en serio". Y allí está, agazapada entre la sombra de la cortina y la mueca que se forma cuando el espejo nos devuelve una imagen extraña de nosotros mismos.

¿Será, entonces, la greguería, el temblor de la realidad cuando la certeza se afloja? ¿Será la risa de las cosas cuando nadie las mira? No lo sé. Y qué bien que no lo sepa, porque si algo se vuelve definible, se marchita. Prefiero pensar que la greguería es un duende travieso que se oculta entre los pliegues del lenguaje y nos guiña el ojo justo antes de desaparecer.

Será quizá el destello fugitivo de un pensamiento que, al rozar las cosas, las convierte en metáforas. Como un rayo minúsculo que ilumina y se burla, como una chispa que se niega a arder en el fuego solemne de las explicaciones largas. La greguería no es prosa ni verso, sino el guiño cómplice del lenguaje que decide jugar en vez de explicar.

¿Será un pájaro breve posado en la rama de lo cotidiano? O acaso sea ese leve escalofrío que deja la risa cuando ha comprendido algo que nunca se le dijo. Porque la greguería es, al fin y al cabo, un susurro y una burla, un salto del ingenio que tropieza a propósito con lo imposible.

¿Y si fuera un espejo pequeño que nos devuelve la imagen torcida pero verdadera de las cosas? Un espejo donde las nubes tienen hambre y los relojes se cansan de contar el tiempo. Porque en el fondo, la greguería no quiere describir, sino transformar: convertir el mundo en un lugar más extraño y más propio, más absurdo y más real.

Ah, greguería, tal vez seas el eco juguetón de las palabras que, al perderse, encuentran un camino nuevo. Tal vez seas la carcajada diminuta de lo invisible, esa verdad descalza que no teme caminar sobre las baldosas rotas de la imaginación.

Si la greguería es la voz única que, con la agilidad de una libélula, se posa en el mundo para revelarlo distinto, el griterío es la estampida de mil voces que corren en todas direcciones, desbocadas y febriles.

La greguería no levanta la voz, apenas la insinúa; suena como un campanilleo de plata en la lejanía, una ocurrencia que se desliza por la mente sin pedir permiso. En cambio, el griterío es un estruendo sin dueño, una marea de palabras que chocan entre sí, que no buscan claridad, sino presencia. La greguería propone; el griterío impone.

Si la greguería es una línea limpia y afilada —"El reloj es el buitre del tiempo"—, el griterío es un torbellino de líneas superpuestas que se anulan unas a otras. La primera es una chispa que ilumina la oscuridad con una verdad absurda pero nítida; el segundo es una tormenta de rayos que ciega más de lo que aclara.

La greguería te toma del brazo y te susurra: "Mira, aquí hay un secreto que no sabías". El griterío, en cambio, te empuja por la espalda, te sumerge en el tumulto y no te deja distinguir cuál voz es la tuya. La primera abre un portal hacia la extrañeza; el segundo te encierra en la confusión del mundo.

Si la greguería es el canto solitario de un pájaro loco, el griterío es la algarabía de un mercado en plena hora punta. No es que uno sea mejor que el otro; es que, mientras la greguería inventa, el griterío arrebata. Una nos invita a mirar el mundo con otros ojos; el otro nos deja con la sensación de haber visto todo al mismo tiempo, sin entender nada.