Prisiones del deseo
La vida es estar prisionero de viejos deseos que se han cumplido tarde y a deshora, por eso, cada nuevo deseo es un carcelero que nos enviamos al futuro.
La vida es, en su esencia, un sutil y persistente encarcelamiento. Uno camina por las calles, rozando el polvo y la luz que filtran las hojas de los árboles, respirando el aire tibio de una tarde sin promesas, sin sobresaltos. Y sin embargo, todo lo que nos rodea, todo lo que parece moverse y existir con libertad, está atado a los deseos que antaño, con la ingenuidad del niño que cree en el infinito, soltamos al viento como quien suelta globos, sin pensar en la cuerda invisible que se enrosca a su paso.
Recuerdo el primer deseo que se cumplió, tarde y con alevosía, como un huésped inoportuno que toca la puerta cuando la fiesta ya ha terminado. Llegó en un atardecer apagado, casi sin anunciarse, trayendo consigo la sensación amarga de haber esperado demasiado. No hubo júbilo, ni ese destello que, cuando más joven, imaginaba que vendría con la realización. En cambio, fue una especie de resignación: un deseo cumplido es, a veces, una cadena que nos ata a lo que fuimos y ya no somos.
Cuánto tiempo llevaba esperando ese momento, calculando en mi mente la forma exacta en que el futuro llegaría a tocar mi puerta. Pero ese futuro no era más que un eco distante, deformado por las curvas del tiempo y de las circunstancias. Cuando finalmente llegó, me di cuenta de que el deseo ya no tenía cabida en mi presente. Había envejecido en su propio latido, como una flor que se marchita antes de nacer. Y en su cumplimiento, sentí una prisión distinta, más profunda, más amarga.
Ahora, cada nuevo deseo que nace en mi pecho no es más que una sombra del carcelero que me espera en alguna esquina del tiempo. Porque, lo sé bien, los deseos no nos liberan. Nos atan. Nos empujan hacia un porvenir que no nos pertenece, donde quizás lo que anhelamos ya no tenga sentido. Nos enviamos a esos futuros con la esperanza ciega de que allí, en ese terreno incierto, encontraremos la satisfacción que nos falta. Pero ese futuro siempre nos recibe con las manos vacías, con la mueca burlona de quien conoce los secretos del tiempo y juega a dejarnos esperando.
Así, sigo enviando deseos al porvenir, sabiendo que quizás algún día vendrán, convertidos en carceleros con rostro amable, dispuestos a recordarme que la libertad, esa quimera con la que coqueteamos, nunca estuvo en cumplir los anhelos, sino en dejar de desear.
Porque al final, la vida es eso: estar prisionero de viejos deseos que se cumplen tarde y a deshora, mientras nos vamos cargando de nuevas cadenas que habremos de cargar en un futuro que nunca termina de llegar.
La vida es una celda cuyas paredes están tapizadas de antiguos deseos, cumplidos tarde y a deshora, como una burla del tiempo. Allí está, por ejemplo, el libro que tanto quise leer a mis veinte años, ahora deshilachado y amarillento, su historia marchita bajo el polvo del desencanto. Las páginas me hablan de un pasado que ya no me pertenece, de un ansia que en su momento ardía, pero que, al ser saciada ahora, me deja frío. También está aquel amor que soñé febrilmente cuando la juventud aún coloreaba mis mejillas. Llegó cuando las arrugas ya dibujaban mapas de tristeza en mi piel, y entonces su abrazo, que debía ser llama, fue brasa a punto de apagarse.
Cada rincón de esta celda está decorado con los ecos de lo que alguna vez ansié con toda el alma, pero que el tiempo, caprichoso y cruel, me entregó cuando mi mirada ya no los buscaba. ¿Es esto, entonces, la vida? ¿Una constante entrega de deseos cumplidos demasiado tarde, cuando ya han perdido su forma, su brillo? Los veo allí, amontonados como tesoros oxidados, recordándome la paradoja que soy: un hombre lleno de lo que un día deseó, pero vacío de satisfacción.
Ahora, en este presente que se me escapa entre los dedos, me descubro formulando nuevos anhelos. No puedo evitarlo. Sigo creando fantasías, pintando imágenes de futuros que, sé bien, llegarán cuando ya no las necesite. Pero, aun así, me entrego a ellas, porque, ¿qué es la vida sin desear? Cada nuevo deseo es como un carcelero que forjo con mis propias manos, uno que me espera en alguna esquina del tiempo para encerrarme de nuevo, cuando su cumplimiento ya no me regale ni una sombra de felicidad.
Me imagino a mí mismo, anciano, rodeado de todas esas prisiones. Cada deseo cumplido será una nueva cadena, un eslabón más en esta condena que yo mismo me impongo. El amor que espero hoy, la aventura que sueño vivir, el éxito que persigo... todos me aguardan en ese futuro incierto, donde, como siempre, me encontrarán ya cambiado, ya lejos de quien era cuando los concebí. Y entonces me pregunto, en medio de este vértigo: ¿es posible no desear? ¿Podría detener esta rueda?
Pero sé que no. Porque la vida, con todo su peso y sus trampas, no es más que un ir hacia adelante, sabiendo que al final de cada camino lo único que encontraremos es una nueva prisión, un nuevo anhelo cumplido demasiado tarde.