Quiero ser un ángel

"Pasa un ángel anecoico y rompe la barrera del silencio."

Quiero ser un ángel

Pasa un ángel anecoico, y en su estela etérea rompe la barrera del silencio. No hay sonido en su vuelo, no hay susurro ni rumor que delate su presencia. Es un ángel hecho de vacío, de una calma tan densa que se vuelve palpable, casi tangible, como si la ausencia misma de sonido fuese una forma de existencia, un eco que no resuena pero que, de alguna manera, se siente en los huesos.

Al pasar, deja tras de sí una grieta en el silencio perfecto, una fisura invisible pero profunda que resuena en la mente como una nota inaudible, como un acorde tocado en el límite de lo perceptible. La barrera del silencio, que antes parecía infranqueable, se fragmenta, y por un instante, todo se vuelve posible. Es como si el tiempo se detuviera en ese preciso momento en que el ángel atraviesa lo insondable, y el mundo entero contuviera el aliento, esperando, sin saber exactamente qué.

Es en esa ruptura donde se esconde el misterio, donde se manifiesta lo que está más allá de las palabras y del ruido cotidiano. No es un estruendo lo que deja tras de sí, sino una reverberación sutil, una vibración que se extiende por el aire, por el espacio vacío, colándose en los corazones que están dispuestos a sentirla. Es como si, al romper el silencio, el ángel desvelara una verdad que siempre estuvo ahí, oculta en la quietud, esperando a ser descubierta por quienes saben escuchar más allá de los sonidos.

Y en ese instante efímero, cuando el silencio se fragmenta y se vuelve música, se intuye la conexión entre lo que es y lo que podría ser, entre lo humano y lo divino. El ángel anecoico no habla, no canta, pero en su mudo pasar comunica más que mil palabras, más que cualquier sonido. Rompe la barrera del silencio para revelar la esencia de lo inefable, lo que no puede ser dicho, pero que en su quietud resuena eternamente.

Ser un ángel... Qué anhelo tan etéreo, tan puro, que habita en los rincones más secretos del alma humana. Imagina, por un instante, el dejar atrás el peso de la carne, el sufrimiento de la existencia terrenal, para elevarte hacia lo divino, hacia lo inmaterial. No más dolor, no más dudas; solo la serenidad de las alturas celestiales, el suave batir de alas que no sienten fatiga.

Tus ojos, acostumbrados a la penumbra del mundo, se abrirían ante la infinita luz del Cielo, una luz que no quema, sino que acaricia, que llena cada rincón de tu ser con una claridad que solo los ángeles conocen. Tus manos, que alguna vez sostuvieron cargas pesadas y acariciaron pieles que ya no están, se convertirían en instrumentos de paz, extendidas no para recibir, sino para dar consuelo, para esparcir la calma divina en un mundo necesitado.

Y el tiempo... ah, el tiempo dejaría de ser tu enemigo. Ya no habría horas que se escapan, días que se pierden, o años que se cuentan con tristeza. Como ángel, existirías en un presente eterno, un momento inacabable de dicha y serenidad. Serías testigo de las estrellas nacientes, de las lunas que cambian, y de los amaneceres que nunca dejan de sorprender.

Ser un ángel no es simplemente volar por los cielos, es convertirse en un guardián silencioso de las almas, un puente entre lo terrenal y lo divino. Es ser portador de esperanza, un rayo de luz en la oscuridad. Es entender que, en la fragilidad de la existencia humana, reside una belleza que solo los ángeles pueden contemplar en su totalidad.

Así, al cerrar los ojos e imaginarte como uno de ellos, puedes sentir la pureza, la entrega, y la infinita paz que conlleva ser un ángel. Y aunque tus pies sigan tocando el suelo, aunque tu corazón siga latiendo en este mundo, dentro de ti ya habita esa chispa celestial, ese deseo de elevarte, de ser más que carne y hueso, de ser... un ángel.

Quiero ser un ángel. Sí, lo deseo con una fuerza que a veces me sorprende, como si en algún rincón de mi alma ya supiera lo que significa elevarme más allá de lo terrenal, alcanzar esa pureza que se escurre entre los dedos, tan cerca y a la vez tan distante. No es solo la idea de desplegar alas luminosas y volar sobre horizontes dorados lo que me atrae; es la promesa de una sabiduría profunda, esa conexión íntima con la esencia del universo, que vibra más allá de las pasiones y del ruido mundano.

Si fuese un ángel, cada uno de mis pensamientos se convertiría en un destello de amor puro, en una chispa capaz de iluminar las sombras de quienes se han perdido en la niebla de la existencia. Me movería con la gracia de quien ha sido testigo de los secretos más antiguos, no con arrogancia, sino con la humildad de quien ha visto el dolor en su forma más cruda y ha decidido abrazarlo, transformándolo en algo hermoso, algo que merezca ser recordado.

Imagino que ser un ángel implicaría dejar atrás las pequeñeces humanas, desprenderme de los rencores, de las dudas que tantas veces me han detenido. En su lugar, acogería una paz inquebrantable, esa serenidad que envuelve como un manto tibio en la fría noche de la vida. Pero me pregunto, ¿es posible realmente? ¿O es este deseo simplemente un reflejo de lo mejor de mí, esa parte que anhela trascender, que sueña con un amor y una compasión infinitos?

Quizás, al desearlo, ya estoy más cerca de ser un ángel de lo que pienso. Porque ser un ángel no es tanto una cuestión de alas o de luz divina, sino de intención, de esa capacidad de ver lo sagrado en lo cotidiano, de actuar desde ese lugar de pureza y amor que a veces se esconde, pero que siempre ha estado ahí, esperando a ser descubierto.

Quiero ser un ángel, pero también quiero ser un demonio. Es un deseo contradictorio, lo sé, pero no puedo evitarlo. En mi interior conviven la luz y la oscuridad, entrelazadas como amantes prohibidos, susurrándose secretos que no siempre logro comprender. Anhelo la pureza, esa gracia celestial que se desliza entre los sueños de lo divino, pero también siento la llamada de lo sombrío, de lo terrenal y lo prohibido, que late en las profundidades de mi ser como un tambor sordo, constante.

Si fuese un ángel, mis pensamientos serían destellos de amor, chispas que iluminan las sombras de los perdidos. Me movería con la ligereza de quien ha visto la verdad y ha decidido compartirla, sin arrogancia, solo con la humildad de quien comprende el dolor y lo convierte en belleza. Pero en mi deseo de ser un demonio, me atrae la libertad salvaje, esa capacidad de abrazar el caos, de ser la chispa que enciende la rebelión en el corazón de los hombres, de desafiar las reglas y de explorar los rincones más oscuros del alma, donde se esconden los deseos más profundos y primitivos.

Ser un demonio, para mí, no es simplemente encarnar el mal. Es reconocer y aceptar la sombra que todos llevamos dentro, esa parte de nosotros que se deleita en la pasión desenfrenada, en la intensidad de las emociones que queman, que arrasan con todo a su paso. Ser un demonio es ser honesto con lo que soy, con lo que somos todos en lo más profundo: seres de luz y de sombra, atrapados en un constante tira y afloja entre el bien y el mal, lo correcto y lo prohibido.

Entonces, quiero ser ambos. Quiero volar con la ligereza de un ángel, llevando paz y amor a donde sea que vaya, pero también quiero sumergirme en las profundidades, sentir el fuego en mis venas, explorar los límites de lo que es posible, lo que es permisible. Quiero ser completo, aceptar mis contradicciones, no como debilidades, sino como la verdadera esencia de lo que soy. Porque al final, ¿no somos todos ángeles y demonios en un solo cuerpo, en un solo ser, luchando por encontrar el equilibrio entre lo celestial y lo terrenal?