Para crear greguerías

Para crear greguerías hay que ordeñarse los pelos uno a uno. Ramón Gómez de la Serna

Para crear greguerías

El Arte de Ordeñarse los Pelos

En un rincón apartado de la mente, donde los pensamientos vagan como sombras en un atardecer melancólico, se encuentra la esencia de la creatividad, un terreno fértil pero agreste, donde el arte de la greguería espera ser cultivado. Este acto de ordeñarse los pelos uno a uno, como quien ordeña una vaca flaca, se convierte en un ritual casi sagrado, una danza íntima entre la conciencia y la locura, entre la lucidez y el delirio.

Cada mañana, cuando el alba tiñe de oro el horizonte y los primeros rayos de sol se cuelan por las rendijas de la ventana, el protagonista se sienta en su viejo escritorio de madera, el mismo que ha sido testigo de sus cavilaciones y delirios. El aire huele a café recién hecho, a esa mezcla de amargor y calidez que despierta los sentidos e invita a la introspección. Con un cuaderno desgastado en las manos, se prepara para el ejercicio que desafía tanto al intelecto como al espíritu.

Comienza el proceso, como si se tratara de una ceremonia, en la que cada pelo de su cabeza se convierte en un hilo dorado de ideas esperando ser extraído. Se sumerge en un estado casi de trance, donde cada hebra es un canal que conecta con la vastedad del universo. Así, con los ojos cerrados, va recorriendo su propio ser, palpando su mente con delicadeza, casi como si temiera romper la delgada membrana que separa el pensamiento del insensato, el orden del caos.

Las imágenes surgen ante él como flores en un jardín olvidado. Una mariposa dorada que revolotea en un campo de sueños; un viejo reloj de arena cuya arena, en lugar de caer, se transforma en letras y palabras que bailan al son de una melodía inaudible. Con cada extracción, con cada hebra que se deja caer sobre la hoja en blanco, el flujo de ideas va tomando forma, y así brotan las greguerías, pequeñas joyas literarias que destilan ironía, humor y un toque de melancolía. “La nostalgia es un perro que siempre regresa a casa”, anota con rapidez, mientras la risa y la tristeza se entrelazan como amantes perdidos.

La tarde se desliza con una languidez casi sensual, y el sonido del bolígrafo arañando el papel se convierte en un canto de sirenas que lo envuelve en su hechizo. Cada frase es una confesión, un susurro del alma, un eco de sus anhelos y miedos. La creatividad fluye como un río desbordado, y él se convierte en el pescador que captura las ideas que saltan a la superficie, las acomoda, les da forma, las acaricia hasta que cobran vida.

Mientras la luz del sol se desmorona lentamente, su habitación se inunda de sombras, y en el aire persiste un aroma a tinta y papel. La sensación de haber ordeñado cada pelo se convierte en una euforia sublime; el esfuerzo, antes visto como un sacrificio, ahora se revela como una celebración. Las greguerías se apilan en la mesa, pequeñas llamas que iluminan su mundo interior, reflejando sus miedos, sus risas y su inquebrantable deseo de comunicar lo inefable.

Con un suspiro de satisfacción, deja caer el bolígrafo, y en ese instante de quietud, siente que ha logrado no solo una colección de frases ingeniosas, sino también un vistazo a la vastedad de su ser. Ha comprendido que cada idea extraída, cada pensamiento hilvanado, es una parte de él, un fragmento de la humanidad que lucha por ser entendida en medio de la vorágine de la vida.

Y así, mientras el crepúsculo tiñe el cielo de púrpura y añil, se da cuenta de que el verdadero arte de la creación no radica únicamente en la producción de palabras, sino en la intimidad del proceso, en el coraje de desnudarse frente a uno mismo, y en la maravilla de descubrir que en el acto de ordeñarse los pelos, se encuentra la esencia misma de lo que significa ser humano.

Ordeñarse los pelos, uno a uno. Imagina el rito, la ceremonia secreta frente al espejo, donde la cabeza se convierte en un campo de raíces doradas o cenicientas que se tensan como hilos de guitarra. Los dedos, como pequeñas arañas nerviosas, recorren el cuero cabelludo en busca de aquel único pelo que guarda, en su mínima estructura, un destello de idea; una ráfaga breve pero fulgurante que, extraída con esmero, se convertirá en greguería.

Hay que alzar el cabello como si se alzara una pluma de pavo real, cuidando que la raíz no se quiebre demasiado pronto, permitiendo que la savia, el brillo que lleva escondido en su médula, fluya libre. "Cada pelo es un hilo directo al pensamiento", murmuraría uno, mientras el tirón delicado se convierte en un pequeño relámpago en la cabeza. Al extraerlo, se siente el leve pinchazo de una idea que va tomando forma en el aire, un susurro que podría convertirse en risa o en reflexión.

Cada hebra se desliza en la yema del dedo como un secreto antiguo, revelando en su fina curva lo que parece un universo encapsulado. Hay quienes encuentran en el pelo la sabiduría que la cabeza no sabe, porque cada hebra guarda en sí misma la memoria del aire, el roce del viento y las caricias que olvidamos. A veces, el cabello tiene más memoria que la propia piel; y en cada mechón se anidan pequeñas paradojas, como moscas atrapadas en miel, como murmullos que duermen entre las sábanas del cráneo.

De un pelo que se desprende de la raíz, puede nacer la verdad más honda: "El sol es una cereza que cae al mar, cada tarde, haciéndose zumo en el horizonte". Se escucha, como un eco en la habitación solitaria, el suspiro de una verdad recién nacida. Esa greguería ha salido limpia, reluciente, como la luz de una luciérnaga en la noche más cerrada. No hay forma de negar que, al tirar del pelo adecuado, la mente destella en pequeñas epifanías, en verdades que nunca sospechamos.

Y así, uno va arrancando de sí mismo las ideas, quitándose pelos como quien se despoja de viejas máscaras, lanzando cada hebra al viento para que, en el aire, se mezclen y bailen. Las greguerías nacen de esa danza, de ese flujo breve que es un suspiro con alas. Cada hilo que vuela es una semilla; algunos caerán en el olvido, otros encontrarán lugar en oídos atentos, como aves migratorias buscando un sitio donde hacer nido.

Porque el poeta, el humorista, el ser humano que intenta ver más allá de lo visible, es solo un orfebre de cabellos, un coleccionista de esas minúsculas fibras que de lejos parecen iguales, pero que, si uno observa detenidamente, llevan en sí mismas un temblor secreto, una vibración única. Ordeñarse los pelos es sacarse de adentro la risa más absurda y la tristeza más callada, volviendo el cuerpo campo fértil de metáforas, volcán pequeño de delirios encapsulados en filamentos que relucen.

Así, el espejo se convierte en un templo y el peine en un arado. Hay que abrir surcos en la cabeza, recorrer con paciencia el mapa de los sueños que la cabellera encierra y encontrar la idea que duerme enroscada en cada pelo, como un espiral que solo espera la mano sabia que lo libere. Uno termina, quizás, con la cabeza más ligera, un poco despeinada, pero el alma cargada de luces extrañas y fugaces, reluciendo en greguerías que son el verdadero arte del absurdo, la belleza mínima, escondida en las hebras de un pensamiento.

Y mientras tanto, los árboles ordeñan las nubes... ¿No es así?