Ojos rasgados

El eslabón perdido de los chinos es el gato.

Ojos rasgados

1

El gato, con su andar sigiloso y mirada enigmática, ha ocupado un lugar peculiar en la mitología y la cultura china desde tiempos ancestrales. No es extraño pensar en él como un "eslabón perdido", una criatura liminal que se desliza entre lo mundano y lo místico, entre la domesticidad y la independencia absoluta.

Los antiguos chinos observaban a los gatos con reverencia y misterio, pues estos animales parecían moverse en perfecta armonía con los ritmos de la naturaleza. Los felinos capturaban el aura de lo divino, el perfecto equilibrio entre el Yin y el Yang. Su cuerpo, suave y flexible, era el símbolo viviente de la adaptabilidad, mientras que sus ojos reflejaban la luna y el sol, fusionando lo diurno con lo nocturno.

En la cosmogonía felina de los pueblos chinos, el gato era un guardián entre mundos. Los emperadores de las dinastías pasadas tenían a sus gatos no solo como mascotas, sino como protectores contra los espíritus malignos. Quizás sea esta dualidad mística la que lo sitúe como el "eslabón perdido": un animal que, a simple vista, se muestra mundano y cercano, pero que en sus profundidades oculta los secretos de los ancestros.

¿Qué ves cuando el gato te observa desde las sombras? Tal vez sea el eco de los viejos sabios chinos quienes, al intentar descifrar la naturaleza misma de la existencia, encontraban en los felinos una clave oculta, el eslabón perdido de una sabiduría que aún hoy permanece esquiva y silenciosa.


2

La neblina se había asentado como una alfombra etérea sobre el pequeño pueblo al pie de la montaña. Bajo la tenue luz del amanecer, los tejados de las casas se alzaban como siluetas fantasmas, mientras en las calles dormía un silencio denso, quebrado solo por el leve crujir de la escarcha bajo el peso de los pasos felinos.

Había rumores en el aire. Rumores de siglos que hablaban de una conexión perdida, un vínculo entre humanos y gatos que nadie se atrevía a nombrar en voz alta. Decían que los primeros hombres que llegaron a esas tierras no venían solos. Traían consigo a los felinos, no como simples compañeros, sino como iguales. Los ancianos susurraban que las líneas entre ambos se difuminaban, como si fueran ramas del mismo árbol genealógico que, en algún momento de la historia, se habían desviado, pero no completamente.

Bai Ling había oído toda su vida aquellas viejas historias. Sin embargo, lo que realmente le inquietaba no eran las palabras de los mayores, sino los ojos de su propio gato, Shen. Cada mañana, cuando ella se levantaba y se encontraba con esos ojos amarillos, rasgados y penetrantes, algo en su interior vibraba con una sensación de extraña familiaridad, como si no fuera una simple mirada animal lo que le devolvía la atención, sino algo más antiguo y profundo. Algo que la observaba desde un pasado enterrado.

—Los gatos son los guardianes de nuestro secreto —le había dicho su abuela una vez, sentada junto al fuego, mientras Shen, apenas un cachorro entonces, se enroscaba en su regazo—. Hace mucho tiempo, los primeros que llegaron aquí trajeron consigo una sabiduría oculta, y la sellaron en los ojos de los felinos. Ellos recuerdan lo que nosotros hemos olvidado.

Bai Ling, por supuesto, había reído entonces. ¿Cómo no hacerlo? Eran solo cuentos. Sin embargo, en las semanas recientes, algo había cambiado. Sentía que Shen la seguía de cerca, con una intensidad que nunca antes había percibido. Sus movimientos eran sigilosos, pero sus ojos, siempre esos ojos, parecían esperar algo de ella. Una respuesta, una reacción, como si aguardara el momento preciso para revelar algo que cambiaría la forma en que Bai Ling veía el mundo.

Una noche, incapaz de dormir, salió al patio bajo la luna creciente. Shen estaba allí, como si la hubiera estado esperando. Se detuvo frente a ella, sus ojos amarillos reflejaban la luz lunar, y en ese instante, Bai Ling lo sintió con una claridad inusitada. No había diferencia entre los ojos del gato y los suyos propios. El mismo brillo, la misma forma alargada, como dos espejos enfrentados en los que una sola alma se observaba desde dos cuerpos distintos.

Y entonces recordó.

No era una memoria concreta, sino un torrente de imágenes, sensaciones y sonidos que la asaltaron de golpe. Fragmentos de otro tiempo, de otro cuerpo. Vio a hombres y mujeres caminando al lado de gatos, no como dueños, sino como hermanos. Vio templos levantados en honor a seres felinos que custodiaban secretos ancestrales. Vio cómo, en algún punto de la historia, se había hecho un pacto. Un acuerdo silencioso entre especies, en el que los humanos cedieron una parte de sí mismos, confiando su conocimiento a los gatos, para preservarlo a lo largo de las eras.

Los ojos rasgados de los chinos, los de su pueblo, no eran una simple característica física. Eran una marca, un vestigio de ese antiguo lazo. Una señal de que, en algún lugar profundo de su ser, aún quedaba algo de los felinos con los que una vez caminaron codo a codo. Los gatos, guardianes del misterio, les habían legado esa forma en sus ojos como recordatorio de lo que alguna vez fueron.

Shen la miró, inmóvil, y entonces lo comprendió todo.

El gato no era solo su compañero; era el último eslabón, el guardián del conocimiento perdido, el puente entre lo que los humanos habían sido y lo que podrían volver a ser. Bai Ling dio un paso adelante, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Los ojos de Shen brillaron más intensamente, y en ese destello, ella vio una puerta, una oportunidad. No sabía adónde la llevaría, pero ya no podía ignorarlo.

El eslabón perdido no era un mito. Era real, y vivía entre ellos, oculto en la mirada silenciosa de cada gato que, en su aparente indiferencia, custodiaba un secreto que solo unos pocos se atreverían a desvelar. Y Bai Ling estaba a punto de convertirse en una de ellos.

—¿Te gustaría que exploremos más el trasfondo de este mundo? —Le dijo Shen.


3

El viento acariciaba las hojas secas en el umbral del templo, levantando un susurro que parecía formar palabras inaudibles, como si las piedras mismas quisieran contar su historia. Bai Ling estaba allí, al pie de aquella estructura que había observado durante años sin prestarle atención, sin entender lo que verdaderamente albergaba. Ahora, después de aquella revelación en la noche bajo la luna, el templo ya no era solo un lugar olvidado por el tiempo, sino el epicentro de un conocimiento ancestral, guardado celosamente por los felinos.

Desde niña, le habían advertido que no debía entrar. "Es un lugar sagrado para los gatos", decían las ancianas del pueblo. "Solo ellos saben qué oculta". Y siempre había pensado que eran supersticiones, cuentos para mantener a los curiosos alejados. Pero ahora, Shen la había guiado hasta aquí, caminando a su lado como una sombra constante, y Bai Ling sabía que estaba al borde de algo profundo. Una verdad que su familia, su linaje, había olvidado.

El interior del templo estaba cubierto de musgo, pero el aroma a incienso quemado se mantenía, flotando en el aire como si alguien lo hubiera encendido hacía poco. Los ojos de las estatuas de piedra —gatos tallados con precisión inquietante— la seguían mientras avanzaba por el pasillo central, con Shen caminando a su lado, sus patas felinas haciendo eco en la piedra. En sus manos, Bai Ling sentía un cosquilleo, una especie de energía latente, como si algo dentro de ella despertara al contacto con el lugar.

De repente, Shen se detuvo frente a una gran puerta de madera, oscura por los años, pero con símbolos dorados grabados en su superficie. Bai Ling los reconoció. No por haberlos visto antes, sino por algo más profundo, algo que vibraba en su mente con la misma claridad que las imágenes que había visto en su revelación. Era una lengua antigua, olvidada por los humanos, pero que los gatos habían conservado. Shen levantó una pata y, con un movimiento sorprendentemente humano, tocó uno de los símbolos, activando un mecanismo oculto.

La puerta se abrió lentamente, dejando a la vista una sala circular, iluminada por una luz que parecía emanar de ningún lugar en particular, como si el mismo espacio contuviera su propia energía. En el centro, había un altar de piedra lisa, y sobre él, un pergamino antiguo, flanqueado por dos estatuas de gatos que parecían observarlo con reverencia.

Bai Ling sintió un escalofrío recorrer su espalda. Este era el corazón del misterio. Aquí, en este lugar olvidado, estaba la clave del pacto que los humanos habían sellado con los gatos, y que ahora ella debía descifrar. Shen se sentó a su lado, mirándola con esa misma intensidad de siempre, como si aguardara su siguiente movimiento.

Con manos temblorosas, Bai Ling levantó el pergamino. Al tocarlo, una corriente de imágenes volvió a inundar su mente, pero esta vez eran más vívidas, más claras. Vio a los primeros humanos llegar a aquellas tierras, cansados y heridos, perseguidos por fuerzas que no comprendían. Los gatos, habitantes de aquellos parajes antes de la llegada de los hombres, los habían acogido, no como amos, sino como iguales. Había sido un tiempo de armonía, donde ambas especies compartían sus conocimientos. Los humanos ofrecían su destreza para construir y crear, y los gatos les enseñaban los secretos del alma y del espíritu. A través de los ojos de los felinos, los hombres podían ver más allá de lo tangible, percibir lo invisible.

Pero los hombres, en su sed de poder, comenzaron a desconfiar. Querían más, querían controlar ese conocimiento, dominar lo que los gatos habían compartido libremente. Y así, el pacto se rompió. Los humanos decidieron enterrar la verdad, olvidar su conexión, y los gatos, traicionados, se retiraron a las sombras, llevándose con ellos la clave de todo: el don de ver más allá.

Bai Ling respiraba con dificultad mientras las visiones se sucedían. La traición, el olvido... todo estaba escrito en el pergamino, una advertencia para las generaciones futuras. Pero también había esperanza, una última oportunidad de restaurar el equilibrio perdido. Los gatos, pacientes como siempre, habían estado esperando. Y ahora, a través de ella, la puerta se abría de nuevo.

—Siempre has tenido la llave —murmuró Bai Ling, mirando a Shen, cuyos ojos rasgados brillaban con una sabiduría antigua—. Nosotros somos los olvidados, los ciegos.

Shen ronroneó suavemente, como si aprobara sus palabras. Bai Ling comprendió entonces que el templo no solo guardaba el pasado, sino también el futuro. Era el centro de algo mucho mayor, una red de templos y guardianes felinos dispersos por el mundo, esperando el momento en que la humanidad estuviera lista para recordar. Y ella había sido elegida para iniciar ese proceso.

Al levantar la mirada, los ojos de las estatuas de piedra parecían moverse, observando, vigilando. Los gatos siempre habían estado allí, en las sombras, custodiando lo que los humanos habían olvidado. Bai Ling sabía que debía tomar una decisión. Desvelar el secreto o dejar que el pacto roto siguiera enterrado.

Pero ya no podía dar marcha atrás. Shen se levantó, caminó hasta el altar y con un suave movimiento de su cabeza, la instó a tomar el pergamino. Era su destino.

Con el corazón latiendo con fuerza, Bai Ling lo desplegó completamente. Era el comienzo de un nuevo pacto. Uno que conectaría a los humanos con los felinos una vez más, restaurando el equilibrio entre los dos mundos.