Mientras caen los cuerpos
El fútbol es la forma más eficiente de olvidar lo que sucede lejos. Los estadios están llenos.

Uno aprende pronto —si ha visto morir gente en una plaza o dormir un niño sobre el polvo— que las guerras no comienzan cuando lo dicen los periódicos. Las guerras comienzan en las mentes. Primero es una palabra, luego una frontera, después un convoy. Y finalmente, el silencio.
Esta semana, Oriente Medio volvió a estallar. Pero la verdad es que nunca dejó de arder. Israel y Teherán han intercambiado fuego como si sus pueblos fueran ajedrez, como si la muerte de un niño bajo los escombros de Haifa valiera lo mismo que la de un científico quemado en una carretera de Shiraz. Las cifras llegaron temprano —ciento cuarenta muertos, cincuenta misiles, una base destruida— pero nadie contó al perro que ya no ladra, ni a la madre que no encontrará jamás el brazo de su hijo.
En los pasillos alfombrados del G7, los líderes se saludan con manos limpias. La guerra les llega por satélite, como si fuera un programa que pueden cambiar con el mando. Algunos pronuncian condenas medidas. Otros hablan de firmeza. Pero ninguno duerme bajo el zumbido de los drones. La diplomacia internacional es, a veces, una forma muy educada de aplazar el sufrimiento.
En el sur de Asia, un Boeing cae. Doscientas setenta personas mueren. Un número que solo adquiere sentido si uno ve una maleta abierta en la pista, una foto familiar manchada de aceite. En India llueve. Y con la lluvia, los pobres mueren más. Las enfermedades tropicales, los cables sueltos, las casas de barro que colapsan. El monzón no es noticia, porque sucede cada año. Como el hambre.
En América, el balón rueda. Messi sonríe. La FIFA organiza su mundial de clubes. El fútbol es la forma más eficiente de olvidar lo que sucede lejos. Los estadios están llenos. Afuera, en algún lugar del mundo, los niños patean latas oxidadas con los pies descalzos. Pero eso no se retransmite.
Es fácil hablar del mundo desde lejos. Desde un escritorio, desde una pantalla. Es fácil indignarse un rato y después abrir otra pestaña. Pero allá afuera, donde el polvo y la sangre son reales, no hay pestañas que cerrar. Solo queda escribir, mirar, no mentirse. Eso es todo. Eso —y escuchar.