Las campanas doblan por las esquinas muertas
Las campanas doblan por las esquinas muertas..., y su lamento resuena como un eco ancestral que se pierde entre las fisuras del tiempo. Es un canto que acaricia las piedras dormidas de las calles vacías, donde el polvo se arremolina en danzas sutiles, como si los vientos viejos fueran los únicos testigos de un pasado olvidado. Las esquinas, antaño plenas de vida, son ahora umbrales de sombras, pálidos reflejos de un mundo que ya no respira más que en murmullos.
Las campanas, esas viejas centinelas de hierro, vibran con una cadencia que no marca las horas, sino las ausencias. Cada tañido es un latido profundo, grave, un golpe en el aire estancado que se difunde en espirales hasta perderse. ¿Quién las escucha? ¿Quién aún tiene oídos para su voz metálica? Quizás las almas errantes, las que no han encontrado reposo, vagando por las callejuelas como hojas arrastradas por una brisa que nunca llega.
Y es que las esquinas muertas tienen su propio lenguaje, una lengua arcana que habla en susurros entre el ladrillo roto y las grietas invadidas por musgo. Allí, donde el tiempo parece haberse detenido, las campanas no celebran ni llaman; su repique no es el de la iglesia festiva, ni el que acompaña la esperanza. Es el sonido de lo que ha terminado, de lo que se ha desvanecido sin testimonio, sin más rastro que los ecos en el viento.
Imagino una mujer caminando entre esas esquinas, con el vestido arrastrando un silencio espeso y sus pasos hundidos en el empedrado como en un mar invisible. Su rostro es impreciso, apenas una sombra difusa en la penumbra del atardecer, que se cierne lento sobre el mundo. Va sola, la mirada baja, pero en sus ojos lleva el peso de todas las historias que esas esquinas han albergado. La vida que alguna vez floreció aquí, ahora sólo vive en el reflejo opaco de sus pupilas.
Los balcones, esas viejas bocas de hierro, que un día rieron con la algarabía de los niños y las voces de las familias, cuelgan ahora como esqueletos retorcidos, testigos mudos de una vida que ya no vuelve. Las campanas doblan por ellos también, por los fantasmas que las habitan, por los recuerdos que sus muros han absorbido hasta quedar saturados. Cada vibración, cada nota que exhalan las campanas, parece rasgar el velo de lo real, como si en algún rincón olvidado de esas esquinas moribundas, aún quedara una brizna de huesos que escuchan, que sienten.
No hay sol en este cuadro. La luz es tenue, mortecina, una especie de crepúsculo permanente que tiñe todo de un gris profundo, como si el mundo se hubiese cubierto con un velo de polvo. Y sin embargo, las campanas siguen, bailan obstinadas, como un rito perpetuo que no puede detenerse. Sus golpes retumban, una y otra vez, haciendo vibrar el aire hasta que este parece cargarse de una pesadez indescriptible.
Es posible que las esquinas muertas sientan. Que cada ladrillo, cada losa resquebrajada, sea un receptor de las emociones de quienes pasaron, de quienes vivieron y murieron bajo sus sombras. Tal vez esas campanas, que doblan sin razón aparente, no están tan vacías como creemos. Tal vez su repique sea un lamento antiguo, el llanto de la piedra, el suspiro del hierro que languidece, de las fachadas que un día fueron hogar, vida, y ahora son sólo ruinas que se desploman lentamente.
Y en medio de todo ese rumor metálico, que es más una vibración en el alma que un sonido en el aire, algo se desliza, como un pensamiento perdido, una sensación inquietante que se enreda entre los pliegues de la memoria. Las campanas no solo doblan por las esquinas muertas, sino por nosotros, por lo que somos y por lo que hemos dejado de ser. En su repicar se adivina la cadencia de nuestros propios pasos perdidos, de nuestros sueños abandonados en los rincones más oscuros de la mente.
Y así, las campanas siguen doblando por las esquinas, arrastrando consigo el lamento del tiempo detenido. Las esquinas muertas callan, pero no están en silencio, porque en cada una de ellas late un misterio que, como las campanas, no cesa, aunque ya nadie lo escuche.