La tía Pepi
Tengo la impresión de que la tía Pepi no murió y sigue tras la puerta esperando a ver en que nos gastamos sus joyas.
Tengo la impresión de que la tía Pepi no murió. O al menos no del todo. Ya sé que hubo funeral, ataúd, misa, incluso lágrimas (prestadas, pero lágrimas al fin). Pero yo, que la conocí bien, lo digo con toda la seguridad que me permite esta copa de coñac y el hecho de que cada vez que abro el armario del pasillo, huelo a Varón Dandy y juicio moral.
La tía Pepi era de esas personas que no mueren así como así. Primero porque no confiaba en los médicos (“Todos quieren matarte por dentro y por fuera”, decía mientras le echaba coñac a su café de achicoria), y segundo porque le tenía un apego casi amoroso a sus joyas. No a la familia, no. A las joyas.
Un día antes de que estirara la pata —presuntamente—, nos reunió a todos en su salón cargado de crucifijos y fotos en sepia de gente que parecía haber muerto por aburrimiento. “Cuando yo no esté”, dijo con solemnidad, “quiero que mis joyas se repartan de manera justa, según lo que cada uno haya merecido”. Lo dijo mirando fijamente a mi primo Chus, que había tenido la desfachatez de llevar un anillo de calavera el día de su santo.
Total, que nos dejó con un joyero sellado, una lista con instrucciones vagas y la certeza de que si nos pasábamos de listos, volvería del más allá a mordernos la yugular con su dentadura postiza (guardada, por cierto, en terciopelo rojo como si fueran las reliquias de Santa Apolonia).
Desde entonces, cada vez que alguno se acerca al joyero, la puerta del pasillo cruje. No falla. Y no es una bisagra vieja. No. Es la tía Pepi, que probablemente no está muerta, sino en un estado de "vigilancia espectral activa", esperando ver quién osa tocar su broche de amatistas sin haber rezado el rosario de las 7:00.
Mi prima Luisa intentó una vez probarse un collar. A los cinco minutos se cayó por las escaleras. ¿Casualidad? Puede. ¿Un empujón invisible y lleno de rencor? También puede. Y el tío Fermín, que vendió una sortija para comprarse un dron (¡un dron!), no ha podido dormir desde entonces. Jura que todas las noches oye a alguien diciendo “qué poca vergüenza tienes, niño”, con eco y olor a naftalina.
Así que sí, tengo la impresión de que la tía Pepi sigue ahí. Tal vez no con cuerpo, pero sí con intenciones. Seguramente tras la puerta, esperando el más mínimo desliz para recordarnos que sus joyas no son herencia, sino prueba. Y nosotros, meros concursantes en su macabro testamento.
Aunque claro, podría estar equivocado. Pero por si acaso, yo no toco nada sin antes dejarle un chupito de anís y prometerle que lo mío, si acaso, será solo mirar. Desde lejos. Y con respeto.