La misión de todo filósofo

La misión de todo filósofo es sembrar la duda

La misión de todo filósofo

La duda, ese resquicio delicado entre lo que creemos saber y lo que aún no alcanzamos a comprender del todo, es el terreno fértil que cultiva el filósofo. A cada pregunta que se abre, una puerta a lo desconocido; a cada certeza que tambalea, la posibilidad de un nuevo horizonte.

La misión de todo filósofo, entonces, no es ofrecer respuestas definitivas, sino arrancar las raíces de lo que creemos seguro y arrojarlo a la incertidumbre. La duda no es un defecto, sino una virtud esencial: es el motor que impulsa al pensamiento a no estancarse, a buscar siempre más allá, en la inmensidad de lo que podría ser.

El filósofo no pretende apaciguar la inquietud que trae consigo la duda, sino exaltarla, pues sabe que es en ese terreno incierto donde se fragua el verdadero entendimiento.

...y en esa duda, hacer florecer la verdad, o al menos, el espejismo de ella. Porque el filósofo no busca certezas, sino que navega en un océano de preguntas, sabiendo que cada respuesta que pueda hallar es solo un puerto temporal, un refugio momentáneo en el que la razón descansa antes de lanzarse nuevamente al abismo del pensamiento.

El filósofo, en su eterna búsqueda, desmenuza las apariencias, descompone lo evidente y revela lo oculto, pero nunca con la pretensión de poseer la verdad definitiva. Al contrario, su labor es despojar de arrogancia a la certeza, desmitificar los absolutos y abrir caminos donde antes solo había sendas cerradas por el dogma. Sabe que su misión no es brindar consuelo con verdades inmutables, sino incomodar con la incógnita, con la ambigüedad que nos recuerda nuestra humanidad.

La duda, entonces, no es un vacío, sino una invitación a la expansión del pensamiento, una puerta que nos saca de la comodidad de lo conocido para enfrentarnos al vasto horizonte de lo posible.