La luna, otra vez
¿no es el sueño el más sincero de los relatos?
La luna es un sol sonámbulo que, pálido y enigmático, deambula por el lienzo nocturno. Como un faro distante, arrastra consigo las sombras que se despliegan en su paso, envolviendo al mundo en un sueño plateado. Su luz tenue acaricia las aguas quietas de los lagos, donde las estrellas titilan, espejismos efímeros de un universo que parece más cercano en su reinado. Es la luna un sol que sueña con la quietud, con la calma de un cielo donde no es más que reflejo, silueta de lo que alguna vez fue. Y en ese tránsito silencioso, cada rayo se desliza como el eco de una memoria perdida, un anhelo de día que nunca llega, pero que tampoco se desvanece por completo.
¿No es la luna, en su soledad, un testimonio de lo que calla el día? Como un sol sonámbulo, se entrega al misterio, vagando por el cielo en busca de algo que ni siquiera ella sabe.
La luna es un sol sonámbulo, un astro errante que, en su letargo de siglos, se desliza por el firmamento como un suspiro silente. No brilla con la furia del día ni con el fulgor de los astros jóvenes. Ella, pálida y serena, recorre los cielos con la suavidad de una caricia olvidada, alumbrando los caminos secretos de la noche, esos que solo conocen los sueños y los corazones errantes. En su plateado paseo, envuelve al mundo en un manto de neblina delicada, un sudario de plata vieja que transforma la realidad en algo etéreo y lejano, como si la tierra misma respirara al compás de sus fases. Es la luna el ojo insomne del cosmos, observando sin pestañear los secretos que la oscuridad esconde. La vemos, pero nunca la comprendemos del todo; es un enigma, una diosa caída que danza en las alturas, ciega a nuestras preocupaciones. Su luz no arde, no quema, sino que susurra. Es un faro para los perdidos, un refugio para los que no hallan consuelo en la luz brutal del sol. Cada uno de sus rayos parece una palabra de consuelo para los solitarios, los noctámbulos que la miran desde sus balcones, desde las orillas de los ríos, desde la penumbra de los bosques.
La luna no es más que un reflejo, dicen, pero ¡qué reflejo tan sublime! Un espejo de las profundidades del alma, de aquello que no decimos en voz alta. No es la reina de la noche, sino su compañera fiel, la amante callada de las estrellas. Y sin embargo, hay algo de soberano en su quietud, en su recorrido majestuoso por los cielos. Al verla, uno siente que contempla una verdad antigua, más vieja que la tierra misma, un saber que vibra en el corazón de quienes se atreven a escuchar.
Algunos afirman que es el eco lejano del sol, que solo vive en su luz prestada. Pero... ¿acaso no somos todos reflejos, ecos de algo más grande que apenas logramos comprender? La luna es el recuerdo del día que duerme, de las pasiones apagadas, de los sueños que jamás se cumplen. Y es, también, la promesa de que siempre habrá una tregua, una pausa entre las batallas del sol. Porque la luna, sol sonámbulo, nos recuerda que incluso el astro más brillante necesita reposar, rendirse al sueño, a la calma, a la noche. Y así, en su viaje eterno por el cielo, la luna parece contar una historia. Pero no es una historia con principio o final; es un murmullo inacabable, un flujo de imágenes y emociones que solo pueden sentirse en los pliegues del alma. Quizás no sea más que una ilusión, un sueño compartido por los que vagamos bajo su luz, pero... ¿no es el sueño el más sincero de los relatos?