¿La humanidad necesita un remiendo? No.
Sólo necesitamos la extinción. Ya.
La humanidad —esa lenta secreción de células nerviosas en espiral, ese tumor autoinducido por el cosmos en la costra del carbono—, humanidad que se escupe a sí misma entre gases de escape y coágulos ideológicos, que se imagina eternamente coronada de lógica, cuando ni siquiera ha aprendido a no comerse las uñas de la ansiedad. ¿Es esto —dice el narrador, o quizá el eco del narrador, o quizá el pensamiento errático y salivado del mono que quiso ser dios— un proyecto con dirección? ¿Una línea ascendente hacia la conciencia? No, más bien un garabato de un niño borracho de azar, jugando con fuego en el rincón menos iluminado del universo.
El experimento. El experimento es, claro, una palabra que da prestigio, una bata blanca para cubrir el vómito del devenir. El experimento, dice la historia, consiste en ver qué hace un organismo cuando le das una chispa de lenguaje y una cuchara de miedo. Y la respuesta no tarda: hace religión, hace guerras, hace conceptos. El experimento es dejarlo solo con un espejo durante varios milenios y observar cómo se da de cabezazos, buscando dentro de la imagen una salida que no existe. El experimento ha consistido en darle herramientas y ver si las usa para acariciar o para diseccionar, y ya sabemos la respuesta, basta mirar los cadáveres —no los de carne, los otros, los de ideas, los de la posibilidad— que cubren las ruinas de cada utopía.
Y, sin embargo, sigue. Eso es lo más trágico del experimento: su insistencia. Porque un fracaso que se detiene es digno, incluso elegante. Pero uno que persiste —como una tos seca, como un recuerdo de infancia que uno no ha pedido— es sólo patético. Y ahí están, caminando con los pies descalzos sobre cables de alta tensión, los humanos, los autodenominados sapiens, que construyen sistemas que no comprenden, y después se ahogan en ellos como peces que se inventan el agua.
Luis, Pedro, Mateo —nombres, sí, pero también etiquetas para el caos. Cada uno con su voz interna como una radio mal sintonizada, cada uno empujado por el murmullo de lo no dicho, de lo apenas sentido, de lo que flota en los pasillos de la conciencia sin permiso ni origen. Y es esa voz, esa riada de pensamientos rotos, lo que queda cuando uno raspa la pintura de la civilización: no hay verdad, sólo residuos. Sólo ese murmullo histérico de un cerebro que intenta justificar su propia combustión.
Quizá, sólo quizá —dice un último pensamiento que no tiene sujeto ni verbo pero sí vértigo—, la humanidad era sólo una broma, un ensayo para algo que aún no ha comenzado. Un ensayo sin público, sin director, sin aplausos. Un ensayo en que los actores olvidaron el libreto y decidieron improvisar. Mal. Muy mal.
Un ensayo mal ensayado, sí, un intento sin ensayo general y sin posibilidad de repetir función, la humanidad como esa obra donde cada actor entra en escena sin saber si es tragedia o comedia, y al final se aplaude sólo porque se terminó. Como en Esperando a Godot, pero sin Godot y sin esperanza, sólo el murmullo que queda cuando se han apagado las luces y el telón no baja porque nunca subió del todo. Y los personajes siguen hablando, moviendo las manos, creyendo que hay alguien observando —Dios, el futuro, la posteridad—, cuando en realidad todo el teatro está vacío, y lo único que queda es la polilla, roedora tenaz de telones y discursos.
Pero claro, no hay que ser ingenuos: esta conciencia que se derrama por las grietas del cráneo no es nueva. Ya lo decía Dostoievski, ese profeta de las madrigueras, que el hombre se complace en el dolor, que se envicia con su propio veneno, que prefiere la destrucción consciente a la felicidad impuesta. ¡Ah, el hombre del subsuelo! Vive entre nosotros, se ha multiplicado, se ha refinado. Ahora escribe ensayos, hace podcasts, trabaja en recursos humanos. No escarba tierra, sino algoritmos. Pero es el mismo: el que se sabe enfermo y cultiva su enfermedad como quien cultiva bonsáis, con paciencia, con mimo, con un amor oscuro.
Y no se salva la ciencia —¿Cómo podría salvarse?—, esa nueva religión de batas esterilizadas, ese nuevo mito donde la verdad es una curva de Gauss y la redención un fármaco de patente suiza. Galileo, Newton, Pasteur... mártires del orden, sí, pero también padres involuntarios de este caos cuantificado, de este sufrimiento administrado en dosis de estadísticas. Porque, ¿Qué hemos hecho con la luz si no convertirla en pantalla? ¿Qué hemos hecho con la verdad si no convertirla en protocolo?
Kafka se ríe en un rincón. Claro que se ríe. Él ya lo sabía: el sistema no necesita lógica, sólo persistencia. Y la humanidad, tan obediente, tan amante de los sellos y las colas y los pasillos interminables, se ofrece voluntaria para ser juzgada por tribunales sin rostro, por normas sin firma, por realidades que cambian de forma como el juicio que se escapa de Josef K. cuando cree que está a punto de entender. Nunca se entiende. Se sobrevive. A veces.
Y si se intenta mirar hacia atrás, hacia los pilares supuestos, ahí están Homero, Virgilio, Shakespeare, construyendo sobre mitos, imperios, traiciones. Pero incluso ellos —sí, incluso ellos— sabían que escribían sobre cimientos de arena, que el héroe era una sombra, que el verso no salva. Ulises no vuelve. Edipo no ve. Hamlet duda tanto que muere de tanto pensar. La palabra sólo organiza el miedo, lo viste, lo hace pronunciarse en alejandrinos. Pero no lo disuelve.
Así, entonces, la humanidad como experimento no fracasó por error, sino por cumplimiento. Se cumplió el guion de la entropía: se dotó al organismo de lenguaje, de fuego, de conciencia, y lo que hizo fue construir jaulas más complejas, cárceles más pulidas, infiernos interiores con calefacción central. Y mientras tanto, el tiempo —ese silencio— sigue corriendo, indiferente, como en un texto de Juan Rulfo donde los muertos aún hablan porque el mundo no los ha olvidado del todo.
Pero aquí, en esta conciencia que balbucea, que no encuentra sujeto ni predicado sino una serie de reflejos interrumpidos, sólo queda el murmullo —ese eterno murmullo— que dice que quizá, sólo quizá, la naturaleza no fracasa. Que lo humano fue sólo un estallido de fiebre, una fiebre con nombres propios, con apellidos y redes sociales. Y cuando baje, cuando la fiebre ceda, el mundo seguirá. Callado, intacto. Sin juicio. Sin memoria. Sin literatura.