La humanidad
La humanidad es universo que se mira al ombligo...
La humanidad es un universo que se mira al ombligo, como una estrella que ha perdido su órbita y ahora flota en la vasta inmensidad del cosmos interior. Se despliega en un sinfín de galaxias de pensamientos, de recuerdos, de deseos no cumplidos y de sueños que apenas se atreven a nacer. El hombre, criatura diminuta y sin embargo expansiva, se envuelve en su propio resplandor, ignorando que su brillo es apenas un eco de la luz que alguna vez fue.
El ombligo, ese pequeño remanente del cordón que nos unió a la vida, se convierte en un pozo sin fondo que refleja el vacío y la plenitud de nuestra existencia. Nos miramos ahí, buscando respuestas, sin saber que el espejo no revela más que la vastedad de nuestra soledad. Y sin embargo, seguimos contemplándonos, buscando sentido en la maraña de nuestro ser, en la constelación de emociones que, como estrellas lejanas, arden en silencio.
El universo de la humanidad se pliega sobre sí mismo, en una danza eterna de autodescubrimiento y olvido. Cada individuo, una nebulosa de dudas, culpas y esperanzas, gira lentamente alrededor de su propio centro, ajeno a las infinitas posibilidades que yacen más allá de su propio horizonte. Pero, a veces, en ese acto de mirarse al ombligo, surge una chispa: una intuición fugaz de que tal vez, en el abismo de nuestra introspección, podemos hallar el reflejo del infinito.
La humanidad es un universo que, como un náufrago cósmico, se repliega sobre sí misma, observando con fascinación y temor el vértigo de su propio ombligo. Ahí, en ese pequeño centro, donde la vida se unió a otra vida en sus primeros hálitos, se oculta un misterio antiguo, un eco profundo de la creación misma. Es el crisol donde se mezclan las angustias más íntimas y los anhelos más luminosos, el punto donde lo efímero se encuentra con lo eterno.
Cada hombre, cada mujer, es una estrella que brilla en la vastedad de su propio cielo, aunque no siempre se percate de ello. En su mirar constante hacia adentro, se pierde en los pliegues de su propia carne y en las sombras que sus pensamientos proyectan sobre el alma. El ombligo es la ventana, minúscula y cerrada, por la que se asoman los titanes del miedo, la nostalgia y el deseo. Y la humanidad, tan absorta en esa contemplación íntima, olvida que el mismo polvo del que está hecha su carne es el polvo de estrellas, que un día fue lanzado al infinito.
Es curioso cómo nos creemos el centro del universo cuando apenas somos una mota suspendida en un rayo de luz, flotando en el espacio insondable del tiempo. Nos miramos al ombligo, como si en él se escondiera la clave de nuestra existencia, pero lo que hallamos es solo el reflejo distorsionado de nuestro propio desconcierto. ¡Ah!, pero cuán dulce es esa ilusión. En la curva suave de la piel, creemos hallar respuestas, aunque sepamos, en lo profundo, que no son más que preguntas disfrazadas.
La humanidad gira en su danza perpetua, envolviéndose en sí misma como un torbellino de pensamientos y emociones, cada giro una capa más de velos que cubren la verdad. Nos sumergimos en nuestro ser como buzos que descienden al abismo, sin saber si alguna vez tocaremos fondo. El ombligo, ese relicario secreto, nos atrae como el canto de una sirena, susurrándonos promesas de autoconocimiento, pero nos deja a las puertas del mismo misterio de siempre.
Y aún así, en ese mirar hacia adentro, hay momentos de claridad, breves destellos en los que intuimos algo más grande que nosotros mismos. En esos instantes, comprendemos que al observar nuestro pequeño universo interior, estamos en realidad vislumbrando un fragmento del infinito. Porque en ese centro diminuto que llevamos en la carne, hay algo de la danza del cosmos, algo de la cadencia de las estrellas y del latido de los astros que sigue resonando, como una melodía que nunca ha dejado de sonar.
Humanidad que se mira al ombligo, como un universo que se contempla y se pierde en su propio resplandor. ¿Cuánto más podríamos ver si, en vez de cerrar el círculo, levantáramos la mirada hacia las estrellas, hacia ese vasto océano de posibilidades que se extiende más allá de nuestro yo? Quizá entonces comprenderíamos que no hay contradicción entre el ombligo y el firmamento, que somos ambos a la vez: infinitamente pequeños y, sin embargo, parte del todo.