La foto

"Al reverso de la foto una inscripción congela mi sangre"

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La foto en blanco y negro está firmada por René Berger en 1942. Un atractivo hombre de alrededor de 40 años de edad dirige su mirada escrutadora al objetivo. En sus hundidos ojos se advierte una mirada profunda e incisiva de águila. Apenas es posible adivinar su atuendo, tan sólo es visible el cuello de una camisa a cuadros de estilo rústico. Por lo demás el hombre tiene unos marcados rasgos. Mentón anguloso y barbilla partida. Unos labios finos y bien dibujados están enmarcados en el doble paréntesis de sus comisuras y de sus mentones, también partidos y obscurecidos por la barba descuidada de un día. Una amplia frente deja paso a dos entradas no excesivamente pronunciadas que se internan hacia su negro, liso y abundante cuero cabelludo cuyos mechones parecen formar una fuente. La nariz es recta con un potente puente nasal que encaja como una cuña en la frente. El ceño está al límite de ser fruncido manteniendo sus cejas horizontales, como en tensión. Unas ojeras no muy marcadas subrayan sus profundos ojos negros. Cuando vuelvo de nuevo la mirada hacia él la suya ha dejado de ser incisiva y tiene un aire quizás más triste y melancólico. Al reverso de la foto una inscripción congela mi sangre: «Death Can Come True».

El peso de la frase en el reverso de la foto es un ancla helada en mi pecho. «Death Can Come True». La muerte puede hacerse realidad. Como si no lo supiéramos ya. Pero verlo escrito ahí, en esa caligrafía apretada y precisa, como si cada letra hubiera sido cincelada en la celulosa con la determinación de un profeta, me produce un escalofrío insalvable. El hombre de la foto sigue mirándome. O mejor dicho, sigue mirándonos, a todos los que nos atrevemos a sostener su imagen por más de un instante. Un parpadeo tarde, y podría jurar que su expresión ha cambiado. Algo sutil, imperceptible en un primer vistazo, pero innegable si se observa con detenimiento. La melancolía que antes era apenas un matiz en su rostro, ahora parece empapar cada línea de su piel. Es como si la imagen hubiera evolucionado en el tiempo que ha tardado en recorrer el aire entre mis dedos y mi retina.

No es posible, me digo. Pero ya no estoy seguro de nada.

El nombre en la firma, René Berger, tampoco me deja en paz. Algo en él resuena en los sótanos de mi memoria, en los archivos polvorientos de la mente donde los nombres sin contexto flotan como espectros olvidados. ¿Dónde lo he oído antes? Busco en mi escritorio. Entre papeles y libros desordenados, tropiezo con un viejo cuaderno de tapas de cuero ajadas. Lo abro al azar. La fecha, escrita con tinta desvaída, es de 1943, un año después de la foto. Y ahí, en una entrada breve, en mi propia letra (¿o en la de alguien más?), está su nombre. René Berger. El texto es críptico, un fragmento de conversación capturado sin contexto:

"No lo olvides. Él dijo que las fotografías son puertas. Que algunas pueden abrirse en ambos sentidos."

El frío se clava en mi espina dorsal. La foto. La maldita foto. Vuelvo a mirarla. Y esta vez, lo sé con certeza. El rostro ha cambiado de nuevo. La boca del hombre se ha curvado en una sonrisa. Una sonrisa que antes no estaba ahí.