La fiesta
Vivir solo es como estar en una fiesta en la que nadie te hace caso
La primera vez que me encontré viviendo solo, pensé que estaba entrando en un territorio de libertad absoluta, como si me hubieran soltado en una ciudad desierta con todas las llaves en mi mano. La idea me deslumbraba: ninguna voz interfiriendo, ningún juicio suspendido en el aire como una nube. Mi espacio sería un templo, mi rutina un canto gregoriano de independencia. Pero, con el tiempo, descubrí que esa libertad tan prometida llevaba un precio escondido, uno que no supe reconocer hasta mucho después: el eco.
Sí, el eco. Esa es la primera pista de la soledad verdadera. Al principio, lo ignoré. Me hablaba a mí mismo para llenarlo, lanzando palabras al aire como quien lanza piedras a un pozo, solo para ver cuánto tarda el sonido en volver. Pero el eco se asentó, se hizo cómodo, y en lugar de contestar, me devolvía un silencio más pesado que cualquier conversación que hubiera intentado evitar. Y entonces, lo entendí: vivir solo es como estar en una fiesta en la que nadie te hace caso.
La fiesta tiene todos los ingredientes para parecer grandiosa. Hay luces —mis lámparas de techo proyectan sombras elegantes en las paredes—, hay música —el hilo musical que dejo correr todo el día para sentir algo de compañía—, e incluso hay brindis, aunque sea con una copa de vermut frente a un espejo que nunca se inmuta. Pero, a pesar de todo, falta algo. Falta el entrelazarse de miradas, el roce de una mano accidental al cruzar la cocina, el simple gesto de que alguien pregunte, aunque sea por compromiso, cómo te fue el día.
Los primeros días, semanas quizás, esta fiesta de un solo asistente fue emocionante. La casa era mi territorio, el lugar donde podía hacer y deshacer sin dar explicaciones. Dejaba los platos en el fregadero tanto como quería, dormía en diagonal en la cama, cambiaba de canal compulsivamente sin que nadie se quejara. Pero con el tiempo, lo que era un canto de victoria comenzó a sentirse como un murmullo hueco. Me di cuenta de que el sofá no preguntaba por qué llegaba tarde. Que el perchero, siempre firme, nunca me pedía detalles de mis días. Que podía llorar en el baño, gritar en la cocina o bailar descalzo en el salón, y la casa seguiría en su indiferencia.
Es curioso, porque la soledad no llega como un golpe seco. Se filtra lentamente, como un hilo de agua que va socavando la piedra. Hay mañanas en las que me despierto y no escucho nada. El silencio tiene un peso físico, casi tangible. Me levanto, preparo café, y a veces me sorprendo hablando en voz alta, como si alguien estuviera ahí para responderme. Pero no hay respuestas, solo el gorgoteo de la cafetera y, de fondo, el incesante rumor de mis propios pensamientos.
Y entonces me descubro en la fiesta. Una fiesta donde las risas parecen lejanas, como si vinieran de otra sala a la que no me han invitado. Todos están ahí, en mi imaginación: amigos riendo, parejas intercambiando gestos cómplices, incluso extraños que, aunque fugaces, dejan la marca de su paso. Pero yo estoy atrapado en este rincón invisible, viendo cómo la vida sucede sin mí.
Sin embargo, no todo es melancolía en esta soledad. He aprendido cosas que nunca habría aprendido en medio del ruido. Por ejemplo, he descubierto que la compañía más difícil de soportar es la de uno mismo. Vivir solo te obliga a enfrentarte al espejo, no al físico, sino al otro, el que refleja tus dudas, tus miedos, tus carencias. Te obliga a preguntarte quién eres cuando nadie está mirando, qué queda de ti cuando desaparecen las máscaras que llevas para los demás.
También he encontrado momentos de paz inesperada. Hay días, sobre todo al caer la tarde, cuando el sol pinta la habitación de un dorado suave, en que el silencio no me pesa. En esos instantes, la soledad no es una carencia, sino una presencia distinta. Es una pausa, un respiro en medio del caos que está allá afuera, más allá de estas paredes. Me siento y escucho mi propia respiración, el latido constante que me recuerda que estoy vivo, incluso si nadie lo nota.
Y, poco a poco, he aprendido a bailar en esta fiesta extraña. No siempre es fácil. Hay días en los que sigo esperando que alguien me mire, que alguien me busque, que alguien diga: "¿Te apetece hablar?" Pero hay otros días en los que encuentro mi propio ritmo. Pongo música, cocino para mí como si estuviera esperando invitados, me río de mis propios chistes. Esos días, la soledad se convierte en algo parecido a una compañera. No en una amiga, pero tampoco en una enemiga.
Al final, vivir solo es, quizás, la fiesta más honesta. Nadie te hace caso porque nadie está ahí, y eso te obliga a aprender a mirarte, a escucharte, a tratarte con la misma atención que querrías recibir de otros. La pregunta es si serás capaz de ser suficiente para ti mismo. Y esa respuesta, como la música de fondo en esta extraña celebración, cambia con cada día que pasa.
Vivir solo es, en efecto, un arte peculiar. Es como entrar en una fiesta donde el anfitrión eres tú, los invitados nunca llegaron y, sin embargo, la música está puesta, las luces parpadean, y la copa —aunque seas el único en beberla— está deliciosa. No es que la fiesta sea un fracaso; es que tú eres la estrella, el público y el DJ. Una fiesta minimalista, si lo quieres ver así.
Cuando comencé a vivir solo, me embriagó esa sensación de autonomía absoluta. ¡Nadie para juzgarte si desayunas pizza o cenas cereal! La idea de no compartir baño me parecía una conquista histórica. Mi casa, mi reino, mi paraíso… al menos al principio. Claro, luego empiezan las anécdotas cómicas. Como esa vez que me di cuenta de que la comida no se cocina sola. Ni la ropa se lava mágicamente. Pero, ¿sabes qué? Aprendí que hay algo heroico en descubrir cómo sobrevivir en el desorden que uno mismo crea.
La fiesta de la vida en solitario tiene momentos gloriosos. Por ejemplo, puedo bailar en la sala sin preocuparme por las miradas ajenas, ¡y qué bien se siente! Hay algo maravillosamente liberador en improvisar pasos ridículos mientras suena tu radio favorita. Y si nadie está para aplaudir, mejor aún: nadie está para criticar. Al fin y al cabo, la coreografía es mía y el aplauso, también.
A veces, claro, la metáfora de la fiesta parece volverse demasiado literal. Ahí estás, con el sofá como tu único testigo, y sientes que podrías dar un discurso inspirado y nadie lo escucharía. Pero, ¿por qué no aprovecharlo? Me he convertido en el mejor orador de mi casa. Puedo practicar discursos de agradecimiento para premios que nunca recibiré o ensayar cómo pedirle aumento a un jefe que tampoco está aquí. Una fiesta imaginaria tiene la ventaja de que siempre puedes ganar.
Hay días en los que la fiesta es más introspectiva, sí. Como si la música bajara de volumen y las luces se hicieran más cálidas. Son esos momentos en los que el silencio aparece, no como un intruso, sino como un invitado bienvenido. No tener con quién hablar no significa que no haya nada que decir. Me encuentro dialogando conmigo mismo, y oye, he descubierto que soy un excelente conversador. Claro, me interrumpo a veces, pero también me río mucho de mis propios chistes.
Y, por supuesto, está el gran regalo de vivir solo: hacer las paces contigo. Porque cuando nadie te hace caso, no hay presión por impresionar. Nadie está esperando que cuentes historias espectaculares o que mantengas la sonrisa perfecta. Si tienes un mal día, puedes simplemente declararlo en voz alta: “Hoy no estoy para nadie”, y nadie se ofenderá. Si tienes un buen día, puedes celebrarlo con un helado en pijama, y tampoco habrá testigos para juzgar tus elecciones de moda.
Pero lo mejor, lo absolutamente mejor de esta fiesta personal, es la libertad de reinventarla cuando quieras. Si un día te parece que la música está muy baja, la subes. Si las luces parecen aburridas, cambias las bombillas por algo más divertido. Si te cansas de ser el único invitado, puedes llamar a alguien imaginario, la mejor persona del mundo, por ejemplo, o incluso adoptar una planta, o varias, que aunque no sean muy conversadoras, siempre están ahí, inmóviles pero fieles.
Vivir solo, al final, es como cualquier fiesta: tiene sus altibajos. Hay momentos en los que te preguntas si deberías haber invitado a más gente. Pero también hay instantes gloriosos en los que te das cuenta de que no necesitas a nadie más para bailar, reír, cocinar algo delicioso (aunque se queme un poco) o brindar con una copa de vino porque sí.
Al fin y al cabo, esta fiesta es tuya, y aunque no haya nadie para hacerte caso, estás tú, siempre tú, y eso es más que suficiente. ¿Quién necesita un gran público cuando puede tener la mejor compañía posible?