La estatua de mi abuela
"... hasta parecía que llevaba puesta aquella pátina de otoños repetidos que yo conocía bien."
En la penumbra anaranjada de la calle, entre el susurro de las hojas secas que arrastraba el viento, creí haberla visto. Ahí estaba, con su postura inmutable y la sonrisa apenas insinuada, como cuando lo hallaba en la esquina del jardín de mi abuela. La negrita de hierro fundido, con su bandeja diminuta que alguna vez sostenía dulces pegajosos o monedas herrumbradas. Me acerqué con sigilo, arrastrado por una mezcla de ternura y desconcierto.
Las farolas alineadas en la acera se desdibujaban como testigos mudos, pero aquel bulto oscuro, bañado por la luz trémula de la lámpara de sodio, tenía algo distinto. No podía ser una farola. La curvatura de su sombrero, el reflejo del metal viejo y liso... hasta parecía que llevaba puesta aquella pátina de otoños repetidos que yo conocía bien. Mis dedos se extendieron, temblorosos, y el frío del hierro me devolvió a una infancia donde los veranos eran eternos y el tiempo se filtraba perezoso entre las sombras del naranjo.
El viento arreció, y de pronto la farola recobró su forma real, alzada sobre mí con su tallo largo y recto, inamovible en su función de iluminar sin asombro. Retrocedí, desconcertado, mientras la noche volvía a cerrarse en torno a mis pasos. Pero el eco de aquella confusión persistía en mi pecho, como si por un instante breve y fugaz, la farola hubiese aceptado encarnar la figura perdida de mi memoria.
¡Confundir una farola con la estatua de negrita que tenía mi abuela!