Hoy la luna se ha vestido de Júpiter

"Hoy la luna se ha vestido de Júpiter, con sus faldas de miriñaques."

Hoy la luna se ha vestido de Júpiter

Hoy la luna ha decidido lucir como reina de los cielos, ataviada con una falda de miriñaques, al más puro estilo de las damas cortesanas de antaño, pero con el desparpajo imponente de Júpiter. Ah, la luna, siempre tan cambiante, tan voluble como una musa caprichosa que juega con el viento y los astros. No ha querido aparecer esta noche con su pálido vestido de siempre, ese que la cubre de un melancólico y plateado resplandor. No, hoy ha preferido adornarse con el oro bruñido de Júpiter, prestarse de su grandeza y su altanería, para observarnos desde las alturas con aire majestuoso y distante.

¿Será que siente celos de las estrellas que titilan y parpadean, siempre atentas a ser cortejadas por algún vagabundo solitario? ¿O será que en su silencio nos lanza un desafío, recordándonos que aunque la miremos desde abajo, somos tan pequeños e insignificantes ante su poder inmutable?

Sea como fuere, esta noche es suya. Ha tomado el cielo como un escenario, moviéndose lentamente con sus miriñaques de gas y polvo cósmico, dejando una estela de luz dorada que pinta las nubes de un violeta insospechado. Los mortales abajo la observan, algunos con admiración, otros con temor, pero todos incapaces de apartar la vista. Porque cuando la luna se viste de Júpiter, ¿Quién podría resistirse a contemplar su esplendor?

Hoy la luna se ha vestido de Júpiter, con falda de miriñaques que se despliegan en ondas vaporosas, como un océano etéreo de tules celestes. Ha decidido abandonar su acostumbrada modestia, ese manto blanquecino que la envuelve como una dama solitaria y distante, para ponerse la majestuosa indumentaria del dios de los cielos. Se ha ceñido en su cuerpo esférico un ropaje dorado, de resplandores que fluctúan entre el ámbar y el cobre, dejando a su paso un eco de luces que tiemblan en la penumbra, acariciando los campos y los tejados como una caricia de fuego frío.

Parece flotar en el firmamento con una lentitud deliberada, como si cada uno de sus movimientos fuera un compás calculado en una sinfonía cósmica que sólo ella escucha. Su falda de miriñaques, amplísima, se extiende por los confines del cielo, desbordando el horizonte en un lento pero incesante arrastre, cubriendo las estrellas con una pátina dorada, sofocando su tímido titilar. Ellas, las estrellas, hoy parecen apagarse ante su presencia. Y cómo no habrían de hacerlo, si la luna, en su atuendo de reina, no admite rivales.

El viento nocturno susurra entre los árboles, y es como si les contara su historia, la historia de aquella luna que, celosa del resplandor de Júpiter, lo ha despojado de sus joyas más preciadas, robando su fulgor, su aura de poder, y llevándola a las alturas para reinar sola, imponente, sobre un cielo despojado de otros dioses. No es ya esa luna melancólica que acompaña a los desvelados con su débil luz de consuelo. Esta luna brilla con la arrogancia de quien sabe que todo ojo se vuelca hacia ella, como si el universo hubiera detenido su marcha para asistir a su desfile majestuoso.

¿Es acaso que esta noche ha decidido rebelarse contra su propio destino? Su naturaleza siempre ha sido ser observada, admirada desde la distancia, pero también confinada en su cíclica existencia, siempre regresando a la misma órbita, a los mismos cielos, a las mismas miradas que la siguen con anhelo. Pero hoy, no. Hoy la luna ha roto ese ciclo, se ha vestido de algo más que de sí misma, se ha engalanado con los vestigios de un poder que nunca le perteneció, pero que ahora reclama como propio. Y en su caminar lento, su falda de miriñaques cruje, con un sonido que sólo los dioses podrían escuchar, un rumor de sedas y galas que desciende desde lo alto y llena la noche de una solemnidad mística.

Abajo, los hombres la contemplan. Algunos apenas lo notan, pues el bullicio de sus vidas los ha anestesiado a los milagros del cielo. Pero hay otros, unos pocos, que la observan con detenimiento, sintiendo en lo profundo de su ser que algo ha cambiado. La luna no es la misma de siempre. Una inquietud invisible, casi indescifrable, se posa en sus corazones, un presentimiento de que el equilibrio que creían inmutable se ha roto por un instante. Hay algo en la atmósfera, algo en la calidad de la luz, en el peso del aire, que les habla de antiguos mitos, de dioses que antes caminaban entre los hombres y de lunas que alguna vez fueron adoradas como entidades vivientes, mucho más que simples satélites.

La luna, ahora vestida de Júpiter, los observa desde lo alto, su mirada invisible, pero penetrante, los atraviesa. Se cuela por las ventanas de las casas, entra en las habitaciones donde los niños sueñan y los amantes se buscan en la penumbra. Se desliza por las sombras de las calles vacías, por los rincones donde los gatos se escurren, por las riberas de los ríos que brillan con su reflejo. No es la luna familiar de siempre. Es una luna extraña, de poder prestado, de ambiciones ocultas.

Y en lo alto, Júpiter, el verdadero dueño de esa luz robada, permanece en silencio. Observa, pero no actúa. Quizá porque sabe que este momento, esta noche, no durará para siempre. La luna, por más que lo desee, no podrá sostener por mucho tiempo su disfraz de diosa. Su falda de miriñaques, por más imponente que sea, comenzará a desvanecerse con la llegada del amanecer, cuando los primeros rayos del sol rasguen la oscuridad y la despojen de su efímera grandeza.

Pero mientras tanto, durante estas horas preciosas y fugaces, la luna reina. Y los mortales, desde abajo, la veneran, algunos sin siquiera darse cuenta, pero todos, de alguna manera, bajo su hechizo irremediable. Porque la luna, vestida de Júpiter, ha tomado esta noche para sí, y nadie, ni dios ni hombre, puede resistir el esplendor de su reinado pasajero.