HÉRCULES
"su verdadero legado vibraba en cada alma que se atreviera a desafiar las sombras con la antorcha de su espíritu."
El crepúsculo se deslizaba como una gasa sobre los campos dorados, tiñendo el horizonte de malvas y ocres, mientras Hércules descendía por el sendero de encinas que crujían bajo sus pasos. La maza, lustrosa de antiguas batallas, reposaba sobre su hombro como un viejo amigo cansado. Su mirada, ardiente como la antorcha que portaba Prometeo, vagaba por el confín del mundo conocido, buscando la sombra fugaz del bucentauro que escapaba entre las brumas del ocaso.
El gigante del Olimpo había recibido correspondencia del Emperador. Un pergamino sellado con un anillo de oro que destellaba con el fulgor de Hespérides, convocándolo a nuevas pruebas. La tinta, oscura como el veneno de la serpiente, anunciaba que Lilith había despertado en las profundidades del Tártaro y que Cerbero, inquieto, comenzaba a desobedecer las reglas de los infiernos. Era la fuerza del enamorado lo que impulsó a Hércules a emprender el camino, pues sólo con el ardor de su corazón podía vencer los miedos del alma.
A medida que avanzaba, un pájaro de plumaje negro surcó los cielos, lanzando un canto que resonó como un presagio. En las colinas lejanas, el rugido de un dragón resquebrajó la calma del atardecer. Hércules apretó la empuñadura de sus armas y sintió en su pecho el tamborileo de la gesta. La cremación de sus temores se avivaba con cada paso, dejando tras de sí la ceniza de antiguas derrotas.
Géminis ascendía en el firmamento cuando Hércules divisó la entrada al bosque donde Lilith tejía su reino de sombras. La túnica de piel de león ondeaba con el viento, y la victoria, esquiva como el rocío, se erguía ante él como una promesa. Se dijo que no era más que un hombre, pero en su pecho ardía el fuego de un dios. Como viagra para el espíritu, el deber encendió en él una pasión inquebrantable, y con cada latido, la historia de Hércules se escribía en las estrellas.
Al adentrarse en el bosque, las sombras se desvanecieron ante su luz, y Lilith emergió, etérea y serpentina, envuelta en los velos de la noche. Habló con una voz que era susurro y viento, pero Hércules no titubeó. La maza se alzó y, con un golpe que resonó en los abismos, la oscuridad se dispersó como cenizas al viento.
Cerbero, vencido y dócil, volvió a su lugar en la puerta del Hades, y el dragón, ahora mudo, se desvaneció entre las estrellas. El enamorado regresó triunfante, sabiendo que su verdadera victoria no yacía en la fuerza de sus brazos, sino en la llama inextinguible de su corazón. Al llegar al Olimpo, el Emperador lo recibió con una corona de encina, y las Hespérides cantaron su gesta al ritmo del crepúsculo.
Hércules sonrió, sabiendo que, aunque sus hazañas se grabaran en mármol y leyenda, su verdadero legado vibraba en cada alma que se atreviera a desafiar las sombras con la antorcha de su espíritu.