Happy End

Happy End

—¿Por qué no puede haber tantos “Happy End” como “Week End”?
—Porque sería «The End».


El reloj de la pared marca las cinco con una precisión cruel, como si el minutero gozara al avanzar de manera tan implacable. Viernes. Los pasos de los oficinistas suenan como una estampida contenida, el rumor de una manada que huele la libertad a la vuelta de la esquina. El “Week End” se avecina con la certeza de la noche tras el ocaso, inmutable, insoslayable, como el respiro prometido por un dios compasivo. En la calle, los semáforos titilan con la paciencia de quien sabe que el mundo nunca se detiene del todo. La ciudad, que durante la semana asfixia con su hormigueo de rutinas, ahora parece dilatarse, como un pecho que inhala por primera vez tras un largo suspiro. Los bares encienden sus luces cálidas, y en las terrazas vacías se proyecta la silueta de futuros encuentros. Todos, sin excepción, saben que el “Week End” vendrá. Pero el “Happy End”, ah, ese es un animal más esquivo. No hay viernes que lo garantice ni calendario que lo anuncie. Vive oculto en los intersticios de las historias, tras la bruma de lo imprevisible. Algunos creen verlo en la sonrisa de un amante, en el aplauso al final de una obra de teatro o en el abrazo largo de la despedida que no quiere ser definitiva. Otros, más cautos, no se atreven a nombrarlo por miedo a espantarlo, como se ahuyenta a un sueño hermoso con el mero acto de abrir los ojos. “El Week End siempre vuelve”, murmura uno de los oficinistas mientras dobla una esquina y se pierde entre el vaivén de taxis y peatones. En su maletín lleva papeles que prometió revisar, aunque ambos —él y los papeles— saben que no lo hará. El “Happy End”, en cambio, se le escapa con la misma destreza con la que se disuelven los sueños al amanecer. Él, como tantos otros, vive a la espera de que algún capítulo de su historia termine con el dulzor de una melodía final. La diferencia entre el “Week End” y el “Happy End” no está en el fin, sino en la certeza. El primero es un puerto que aparece cada siete días en la costa de la rutina. El segundo, en cambio, es un espejismo que se desplaza por el horizonte, siempre a unos pasos de distancia, siempre un poco más allá de donde uno cree poder alcanzarlo. “Quizás no todos los finales tienen que ser felices”, se consuela el oficinista mientras abre la puerta de su casa y siente el aroma a sopa recién hecha. Y, por un instante, el peso de la jornada se disuelve. Tal vez, sólo tal vez, no haga falta un “Happy End” si hay una tregua. A veces, basta con la ilusión del “Week End” y la esperanza de que el lunes no sea tan feroz.