"Los ojos pequeños tienen niñas y los grandes mozas."

Dos relatos basados en una "greguería" de Francisco de Quevedo.

"Los ojos pequeños tienen niñas y los grandes mozas."

I

El sol se filtraba a través de las cortinas raídas de la taberna, dibujando manchas doradas sobre las mesas gastadas. En un rincón, bajo la penumbra que el humo de los cigarrillos y el bullicio apenas lograban disipar, estaba don Félix, un hombre con ojos pequeños como cuentas de azabache, tan profundos que parecían guardar dentro el reflejo de una infancia que jamás había abandonado.

Aquella tarde, don Félix observaba con curiosidad a las mozas que llenaban el local. Sus risas resonaban como campanas jóvenes, llenas de vida y de la promesa de un mañana que ellas se figuraban eterno. Una de ellas, con ojos grandes y brillantes, se acercó a su mesa, y con la frescura que solo la juventud otorga, le preguntó si le importaba que compartieran su rincón.

Don Félix, sin dejar de mirarla, sonrió. Era una sonrisa pequeña, casi imperceptible, que no alcanzaba a tocar sus labios del todo, pero sí sus ojos. Eran esos ojos pequeños, que, como espejos, devolvían una imagen de algo que la moza no comprendió del todo. Había en ellos una chispa que la hizo sentirse como una niña frente a un misterio antiguo.

—Dime, muchacha —dijo don Félix con voz suave, inclinándose hacia adelante—, ¿cuántos años tienes?

La joven, sorprendida por la pregunta, respondió con una risa ligera.

—Veinte años recién cumplidos, señor. ¿Por qué lo pregunta?

Don Félix la observó en silencio un momento más antes de hablar, como si buscara algo en el brillo de esos ojos grandes que la juventud hacía resplandecer.

—Dicen que los ojos pequeños tienen niñas y los grandes mozas —murmuró, casi para sí mismo—. Y al verte, he recordado que la juventud vive en las pupilas, como un destello que se apaga demasiado pronto.

La joven frunció el ceño, sin comprender del todo. Se quedó observando a don Félix, preguntándose qué edad tendría, cómo habría sido su vida, qué historias guardarían aquellos ojos diminutos. Pero lo único que veía era un hombre mayor, con la sombra de una sonrisa y una mirada que, aunque pequeña, parecía abarcar todo un universo de vivencias que ella apenas comenzaba a intuir.

—Pero usted tiene ojos pequeños, ¿no es así? —se atrevió a decir finalmente, intentando desentrañar el enigma de su interlocutor.

Don Félix sonrió de nuevo, una sonrisa que esta vez sí llegó a sus labios.

—Así es, muchacha. Así es. Y en estos ojos pequeños vive aún la niña que fui, una que nunca dejó de soñar, aunque el cuerpo se hiciera viejo y el tiempo me transformara en lo que ves ahora. Pero tú, con esos ojos grandes, eres una moza en plena floración. A ti, la vida aún te pertenece, te embriaga y te llama con su canto.

La joven no supo qué responder. Algo en las palabras de don Félix la hizo sentirse extrañamente melancólica, como si, de repente, hubiera visto un atisbo del futuro que le aguardaba, un futuro en el que esos ojos grandes tal vez se harían pequeños, guardando recuerdos en lugar de promesas.

Se despidió de don Félix y regresó a su grupo de amigas, pero aquella conversación no la abandonó en todo el día. Sus risas ya no eran tan despreocupadas, y en sus ojos grandes brillaba un reflejo de la pequeña niña que aún habitaba en su interior, una niña que no sabía cuánto tiempo más se quedaría con ella.

Don Félix, por su parte, la observó marcharse con la misma sonrisa tranquila. Sabía que algún día, tal vez dentro de muchos años, aquella moza con ojos grandes recordaría sus palabras, cuando descubriera que el tiempo, como la vida, siempre termina por achicar las pupilas, dejando solo el brillo de una juventud perdida. Y, al hacerlo, tal vez se daría cuenta de que, en el fondo, los ojos pequeños no son más que grandes ojos que han aprendido a guardar sus secretos con el pasar de los años.


II

En el rincón más apartado del pueblo, donde las casas parecían inclinarse unas sobre otras como si compartieran secretos bajo el sol agrietado, vivía doña Nicanora. Era una anciana que había visto tantas estaciones como los árboles del camino a la ermita, y cuya mirada era tan penetrante como el filo de una navaja olvidada en el tiempo.

Doña Nicanora tenía los ojos pequeños, unos ojos oscuros y profundos, en los que cualquiera podría perderse si se atrevía a mirarlos más de lo necesario. Se decía en el pueblo que en sus pupilas, si uno miraba con la paciencia de un monje y la osadía de un niño, se podían ver reflejadas las figuras de pequeñas niñas bailando en un carrusel interminable. Las niñas giraban y giraban, y algunos murmuraban que eran las almas de las hijas que doña Nicanora nunca tuvo, atrapadas en un juego sin fin, un eco de lo que jamás podría ser.

Los niños del pueblo, curiosos como son los niños, solían acercarse a la casa de la anciana en las tardes de verano, cuando el calor hacía languidecer hasta a las lagartijas, para ver si lograban percibir ese enigma que tantas veces había sido motivo de conversación en las cocinas. Se apostaban en la ventana, en un silencio expectante, y esperaban a que doña Nicanora alzara la vista de sus labores, como si aquel sencillo gesto pudiera abrir una puerta hacia un mundo diferente.

Pero la anciana rara vez levantaba la cabeza. Era como si supiera que aquellos ojos suyos, tan llenos de vida y de misterio, podían llevar a las criaturas a un lugar del que tal vez nunca regresarían. Así que guardaba sus secretos para sí misma, tejiendo día tras día los hilos de un destino que solo ella comprendía.

Un día, llegó al pueblo una joven de cabellos como la miel derretida, con ojos grandes como lagos en los que uno podría sumergirse sin miedo a tocar fondo. Se llamaba Leonor, y su presencia pronto se convirtió en el susurro favorito de las comadres. Ella venía de la ciudad, decían, a cuidar de una tía enferma, y en sus ojos grandes se veía la promesa de todo lo que la vida podría ofrecer. Eran ojos llenos de juventud y de una luz que ningún otro en el pueblo poseía. Algunos decían que en esos ojos grandes se veía a las "mozas" de Quevedo, jóvenes llenas de vida, deseosas de correr hacia su destino, brillantes con la esperanza y el deseo.

Leonor, intrigada por las historias que había oído sobre doña Nicanora, decidió visitarla una tarde. No por curiosidad morbosa, sino porque algo en su corazón le decía que debía conocer a esa mujer cuya mirada contenía tanto de lo no dicho. Llamó a la puerta de la vieja casa, y tras unos momentos que le parecieron eternos, la puerta se abrió lentamente.

Doña Nicanora la observó en silencio. No dijo palabra alguna, pero sus ojos pequeños escudriñaron los grandes lagos de Leonor con una intensidad que hizo que la joven sintiera un leve escalofrío. En esos ojos oscuros y diminutos vio el reflejo de su propia vida, una vida que aún no había vivido, y que se desplegaba ante ella como un sendero incierto.

"Pasá, niña," dijo la anciana con voz áspera, y Leonor, sin saber por qué, obedeció.

Durante horas que parecieron minutos, y minutos que se hicieron eternos, las dos mujeres se sentaron juntas en la penumbra de la pequeña sala. Hablaron poco, pero no fue necesario. Sus miradas lo dijeron todo. La de doña Nicanora, llena de los recuerdos y los secretos de una vida larga, y la de Leonor, cargada de las promesas de un futuro que aún debía desvelarse.

Cuando Leonor se levantó para marcharse, la anciana le tomó la mano y le dijo, con una sonrisa apenas perceptible: "Los ojos pequeños tienen niñas, y los grandes mozas. Pero es en la unión de ambas miradas donde se encuentra el verdadero camino."

Leonor asintió, aunque no entendía del todo. Sin embargo, cuando se despidió y cerró la puerta tras de sí, algo había cambiado en ella. Había visto, por un breve instante, el entrelazamiento de dos vidas: una que se desvanecía como la bruma en el amanecer, y otra que apenas comenzaba a descubrirse a sí misma.

Con el tiempo, Leonor comprendió el significado de aquellas palabras. Y en su corazón supo que, mientras sus ojos siguieran abiertos al mundo, ya fueran grandes o pequeños, niñas o mozas, ella podría descubrir los secretos que la vida le ofrecía, uno por uno, como se desgrana un racimo de uvas bajo el sol de otoño.