Felipe Juan Lainez Cansino
Felipe Juan Lainez Cansino, alias "Perro Juan", amante de Rita Hayworth y Katy Jurado, una maldición barroca en la biblioteca de los escritores y personajes olvidados de la Habana Vieja.

Me llamo Juan, pero en el barrio me dicen Perro Juan. No porque ladre ni muerda —aunque eso también—, sino porque siempre ando con el hocico metido donde no me llaman, oliendo culos literarios y lamiendo frases como si fueran pezones calientes. Soy un perro flaco, vicioso y con biblioteca. Imagínate el asco. En esta ciudad eso no se perdona.
Desayuno con Nietzsche, almuerzo con Faulkner y ceno con Lezama Lima, aunque no tenga arroz ni Paradiso. En la alacena tengo más libros que comida, y en la cama más cadáveres que novias. Algunos creen que eso me vuelve interesante. Son imbéciles. Lo que soy es un mal polvo con buena retórica. Eso es todo. O eso creo.
Jueves. El orgasmo metafísico de Madame Bovary.
La historia comienza —como todas las buenas historias— con una mujer con olor a tragedia. Se llamaba Nora o Emma o Solange, no sé, pero yo le decía “Madame Bovary”, no por amor, sino por costumbre. Cada vez que una mujer se me mete debajo, le pongo el nombre de alguna muerta célebre. Así me excito más.
Esa noche ella vino buscando abrigo y le ofrecí una novela de Duras y una toalla húmeda. Me preguntó si tenía vino, y le di un vaso de ron con media aspirina disuelta y otras pirulas caducadas, de amables y generosos turistas.
—Esto sabe a mierda —dijo.
—Exactamente —le respondí—. Así sabían las palabras de Anaïs Nin cuando la censuraron.
Nos fuimos al colchón como dos náufragos sabiendo que el mar estaba podrido, revuelto de sargazos. Ella me montó como quien busca redención pero encuentra filosofía de la dura. En el medio del polvo, me pidió que recitara algo de Rimbaud. Se lo grité en francés mientras ella gemía como una heroína rusa:
—Je est un autre, perra! —y la nalgueé con un ejemplar viejo de El segundo sexo de Beauvoir. No apreció la gentileza.
Después del sexo me preguntó por qué no tenía sábanas. Le dije que ya no tenía fe en nada que no se manchara. Ella se puso a llorar. Me dijo que estaba cansada de ser personaje secundario en todas las novelas de los hombres que le abrían las piernas. Le respondí que nadie la obligaba a leerme. Ni tampoco a Beauvoir. Ella encendió un cigarro, me escupió en el pecho y dijo:
—Eres una contradicción con patas.
Y yo:
—No. Soy un ensayo sin tesis.
Durmió encima de mis libros. Literalmente. Tenía el culo sobre Cortázar y los muslos hundidos en Bolaño. Al despertar me robó un ejemplar de Crimen y castigo y un encendedor sin gas. No me molestó. Sabía que no lo iba a leer ni encender.
Me fui a caminar por el Vedado, sin un zapato y con el corazón colgando como una medalla vieja. Me senté en el muro, con el culo frío y el alma tibia, y leí unas líneas de Cioran que me sabían a semen seco: "La lucidez es el infierno de lo viviente."
Volví a casa y encontré el cuarto desordenado. Olía a humedad, desesperanza y clítoris. Sobre la mesa, ella me había dejado una nota escrita con tinta roja: “Nunca aprendiste a querer sin comillas.”
La guardé en el lomo hueco de un libro de Sartre. Era la crítica literaria más honesta que me habían escrito en años.
Viernes. Las jineteras tropicales del Hotel Nacional.
Esa tarde bajé sin rumbo, con el estómago lleno de humo y la entrepierna palpitando con un entusiasmo que ya no se justificaba. Había leído tres páginas de Los sonetos a Orfeo y me sentía listo para cualquier derrota elegante. Me eché a andar con una camisa sin botones, los zapatos sin suela y el alma sin aspiraciones, ni siquiera ilegítimas. Terminé, como siempre, frente al Hotel Nacional. Ese mausoleo tropical donde los fantasmas cobran en dólares.
Ahí estaban ellas. Las cuatro carros. Paradas como esfinges en la sombra de las palmas. Las jineteras. Las diosas sucias del turismo espiritual. Todas con piernas como signos de interrogación, tetas perfectas de silicona imaginaria y ojos como citas a pie de página que nadie revisa. Se llamaban, según el orden en que me clavaron la mirada: Yailén, Lulú, Claudia y la otra carro. La otra nunca me dijo su nombre. Mejor así. Las mujeres y los hombres sin nombre te joden menos la memoria.
Me acerqué sin miedo. Ellas olieron la literatura en mis bolsillos. Lulú me dijo:
—¿Tú no eres escritol, mi amol?
—No, peor —respondí—: soy lector con úlcera.
Rieron. Les gusta cuando un hombre no quiere convencerlas de nada. Les ofrecí cigarros sin filtro y una botella de ron con sabor a epígrafe y hada verde. Hablamos del amor, de la humedad vaginal y yo de los poetas franceses Verlaine, Rimbaud, Baudelaire... Yailén me preguntó si era cierto que Sartre era feo y bisexual.
—Sí —le dije—, como todo lo que vale la pena. Pero no era poeta.
Claudia, que tenía las uñas negras y el acento de Ciego de Ávila, me recitó un fragmento de Alejandra Pizarnik mientras se acomodaba las tetas con una dignidad sacerdotal y venérea propia de Babalú Ayé. Me enamoré de inmediato. No por la cita. Por el descaro de decirla sin saber si estaba bien dicha pero con esa "r" tan suave del avileño.
Nos fuimos los cinco. Como si fuéramos una banda de son decadente y furtivo. Subimos al cuarto más barato que tenía un francés calvo que alquilaba habitaciones por horas y cobraba en postales. Yo sólo tenía libros. Les pagué con un ejemplar de Rayuela forrado con un poema mío adentro. Les pareció justo. Se desnudaron sin urgencia, como quien abre un archivo confidencial. Me dejaron ver todo. Lo real, lo sucio, lo hermoso. Me hicieron preguntas incómodas. Me desnudaron:
—¿A cuántas mujeres has amado sin meterles la lengua?
—¿Por qué siempre escribes en pasado?
—¿Cuándo fue la última vez que alguien te dijo “quédate”?
Me tocaban como quien busca errores ortográficos en un texto largo. Yo me dejaba corregir.
Después, cuando el cuarto olía a semen, a humo y a frase incompleta, nos quedamos tirados mirando el techo. Hablamos de Silvio, de los polacos que dejaban propinas de plástico, de si Dios aceptaba transferencias en peso o en dólar. La que no tenía nombre me miró sin lástima y me dijo:
—Tú no coges, tú citas.
Tenía razón. Pero esa noche sudé como si me hubieran borrado todos los subrayados y artificios. Me dejaron en letras desnudas.
Al amanecer me fui caminando por Línea, con el sol en la nuca y la vergüenza hecha pulpa. Me senté en una escalera y escribí en una servilleta mojada:
“Amé a cuatro mujeres que no creían en el amor, pero sí en los pronombres posesivos. Me dijeron ‘tú’ como quien dice ‘pan’. Las entendí. Las entendí demasiado.”
Guardé la servilleta en el bolsillo de atrás, justo al lado del condón sin usar durante años. Me reí. En voz baja. Como si me escuchara Cortázar. Porque en esta ciudad, si no aprendes a reírte de tus erecciones inútiles, acabas rezándole a Hemingway.
Sábado. Revelación barroca en la trastienda de La Bodeguita del Medio.
Ese día me desperté con el hígado protestando en francés y el corazón dando coletazos como una mojarra en el fondo de un cubo vacío. Había dormido vestido, como un suicida interruptus. En el piso, entre colillas, restos de tostón frío y páginas arrancadas de La náusea, había una nota escrita con lápiz labial que decía: “Tu problema no es el alcohol, es el tiempo.”
Me la guardé sin leerla dos veces. Como todo lo importante.
Salí a caminar por La Habana con la convicción de que esa mañana iba a ser irrepetible, aunque oliera a orine y a coco rancio. Llevaba en el bolsillo una edición desvencijada de El siglo de las luces, que me había prestado un ciego en Alamar a cambio de recitarle a Neruda en voz baja mientras él le sobaba las piernas a su mujer. Esa historia es cierta, aunque suene a simbolismo sucio.
A la altura de Empedrado, sentí un hambre que no era de comida. Me metí en La Bodeguita del Medio no por el mojito —que ya no sabe a nada—, sino por un presentimiento. A veces el delirio tiene instinto premonitorio. Pedí un ron y una libreta de servilletas. Me las dieron sin sonreír. Yo ya no inspiro ternura. Ni siquiera asco. Inspiro referencias.
Me senté al fondo, entre turistas con cara de dopamina y deportiva de marca y camareros con espíritu disociado. Ahí fue cuando vi la puerta. Una trastienda apenas visible, oculta tras un biombo de mimbre y olores fermentados. Me levanté sin pedir permiso y la crucé. Porque a veces el cuerpo decide por uno, como en el sexo o en los funerales.
Dentro, la penumbra olía a madera vieja, tinta china y tiempo detenido. Un piano desafinado agonizaba en la esquina. Y sentado en una silla de mimbre, con un habano apagado en la boca y los ojos como vitrales rotos, estaba Carpentier. No un imitador. No una aparición. El mismísimo. Vivo. Más o menos. O algo parecido. Carpentier.
Me miró con la gravedad de quien ya ha descrito todos los portentos del universo y sólo le queda esperar el último.
—¿Tú eres el que anda citando autores en los burdeles? —me preguntó, sin mover la boca.
—A veces también cito a Dios —le respondí—, pero sólo cuando el polvo es bueno.
Se rio. O eso creí. El aire se contrajo como si lo chupara una campana de bronce.
—Ven —me dijo—. Siéntate. ¿Tú crees en la realidad?
Me senté sin responder. Con respeto. Él siguió.
—La realidad, chico, es un invento de los flojos. Yo te voy a mostrar lo real-maravilloso, pero sin folklore, sin putas vestidas de guayabera. Lo que tú haces es lindo, Perro Juan, pero sigue siendo diarrea existencial. Lo mío era... otra cosa.
—Lo tuyo olía a biblioteca con fiebre —le dije—. Pero igual me gusta.
Él asintió. Me pasó un vaso de algo oscuro y espeso como una misa negra.
—¿Sabes lo que pasa contigo, Juan? Que eres un místico sin fe. Un creyente del fracaso con vocación de testigo. Tú no escribes. Tú sobrevives en letra cursiva.
—Y tú estás muerto —le dije—.
—Todos estamos muertos. Lo difícil es darse cuenta.
Entonces lo entendí. No con la cabeza. Con el estómago. Todo lo que yo había vivido —el sexo barato, el hambre culta, los poemas escritos en cuerpos resudados— no era otra cosa que barroco tropical, escupido desde la ruina. Yo era un personaje de Carpentier. Solo que más sucio. Y con menos música.
Me desperté tirado en el baño de la Bodeguita, abrazado al inodoro como a una madre enferma. El sol pegaba en las baldosas como una trompeta desafinada. En la mano tenía una servilleta arrugada. En ella, escrito con letra antigua, decía:
“Lo real maravilloso no es un estilo. Es una condena.” —A.C.
Me limpié la boca. Me subí el pantalón. Y salí a escribir mi próxima caída.
Domingo. El secuestro intercontinental de Vallejo.
Ahora vamos al hueso. Vallejo, el poeta de la fractura. El que sangró sílabas y escupió humanidad. Y un yanqui, cómo no, el eterno policía del alma ajena. Los encuentro —uno arrastrado por la oreja, el otro arrastrando su imperio por dentro— en una esquina donde la poesía se vende más barata que el pan.
Aquella tarde me ardía el hígado y el español. Había discutido con un comunista de salón que me acusó de escribir como un burgués sin ideas claras. Yo le respondí que tenía ideas clarísimas: vivir, comer algo y tal vez —si la suerte me babeaba encima— corrérmela antes del apagón. El tipo me quiso citar a Brecht, pero le escupí a Vallejo y me fui.
Caminaba por Centro Habana, con el alma colgando como una bandera sin viento, cuando lo vi. En la esquina de Galiano con San Miguel. Un yanqui enorme, camisa de flores, piel de langosta recién hervida y cara de beisbolista jubilado, iba jalando de la oreja a un hombre huesudo, vestido de negro, con los ojos como dos domingos tristes.
Era César Vallejo.
No un actor, no una visión, no un poema mal leído. Vallejo. En carne, hueso y desconsuelo. El yanqui lo arrastraba como a un niño desobediente, mientras él balbuceaba algo en castellano fracturado:
—“¡Me moriré en París con aguacero…! ¡Un día del cual tengo ya el recuerdo…!”
Me congelé. No por miedo. Por reconocimiento. Era como ver a un tío muerto sacado por perro, caliente, con la cara de Dios escupida.
Me acerqué. No podía dejarlo así. Le grité al yanqui:
—¡Oye, socio! ¡Eso que llevas no se jala así, se lee!
El gringo se volteó, furioso, con cara de que no entendía un carajo pero igual se sentía ofendido.
—This fucking guy tried to recite poetry in the Marriott. Naked. In the sauna. While crying.
Miré a Vallejo. Temblaba. Llevaba un cuaderno mojado, hojas arrancadas, el rostro más arrugado que la moral de un banquero.
—¿Estás bien, maestro? —le pregunté.
—Estoy exactamente donde no debía estar —me respondió, y me abrazó sin permiso.
Me soltó palabras como espasmos:
—Ellos quieren cifras, yo tengo llagas.
—Ellos quieren turismo, yo traigo hueso.
—Me han golpeado sin que les hiciera nada.
El yanqui lo seguía sujetando, ya más cansado que molesto. Le ofrecí un trago de mi botellita escondida, y el gringo, confundido, la aceptó. Le di ron con pastillas añejas para la tos. Cayó de golpe sentado en el borde de la acera. Murmuró:
—I hate poetry, man. It makes my stomach feel weird.
Vallejo aprovechó y se soltó. Me tomó del brazo.
—Sácame de aquí, Perro Juan. Esto no es París ni Lima ni ningún infierno con nombre. Esto es otra cosa. Esto es una metáfora mal escrita por el capitalismo.
Corrimos. Vallejo, yo y su cuaderno hecho trizas. Lo llevé a una librería cerrada en la esquina de 23 y H. Rompí la cerradura. Encendí una vela. Le di una camisa mía. Le ofrecí arroz frío con sardinas. Comió como un apóstol. Como un Cardenal.
Luego lloró. Lloró por dentro. Lloró sin lágrimas.
—No puedo volver, Juan. Mi muerte ya está escrita. Sólo vine a comprobar que el dolor sigue vigente. Y que los yanquis aún no entienden nada.
Le pedí que me firmara el cuaderno. Me lo devolvió con una sola frase escrita con tinta roja:
“Hoy me muero otro poco. Lo dejo aquí. Cuídenme.”
A la mañana siguiente, ya no estaba. Ni su cuerpo, ni el cuaderno, ni el olor. Sólo un par de versos garabateados en la pared, con carbón:
“Hay golpes en la vida, tan fuertes... yo no los invito.
Pero llegan. Se sientan. Y me beben el café.”
Me senté en el suelo. Me encendí un cigarro. Pensé:
¿Y si todo esto no fue real? ¿Y si fui yo el arrastrado por el yanqui invisible?
Me reí. Como se ríe un loco en un velorio. Después salí a escribir otra derrota. Con la oreja aún doliéndome.
Lunes. Borrachera cubista con Picasso y Guillén en una barbería de Marianao.
La historia comienza con un diente flojo. Así, como casi todo lo importante en la vida: por el lado más absurdo y puñetero. Me dolía la muela como si me estuvieran recitando a Neruda dentro del cráneo. Y no tenía un peso. Ni uno. Así que me fui a Marianao, donde un viejo barbero —ciego y chamánico— arregla encías, corta pelo y exorciza penas con el mismo movimiento de muñeca y sincretismo.
La barbería no tenía nombre. Solo un letrero que decía:
"Aquí se afeita la desesperanza"
y debajo, en tiza, alguien había escrito:
"y a veces, se sirve ron."
Entré. Un calor espeso como un tango mal parido me dio en la cara. En el fondo, dos figuras estaban sentadas frente a un espejo rajado:
Nicolás Guillén y Pablo Picasso.
No, no era una fantasía de fiebre. Estaban ahí. Uno con una libreta en la mano y el otro con una copa de ron que parecía pintada en óleo espeso.
Guillén me saludó con un gesto de compadre:
—¿Y tú quién eres, perro triste?
—Uno que sangra por las palabras —le dije.
—Entonces siéntate. Estás entre iguales.
Picasso no hablaba. Me miraba como si estuviera dibujando mis entrañas sin permiso. Tenía los ojos de un tipo que ha dormido con sus propios cuadros. Y en la cara, el cansancio milenario del que ya lo vio todo, incluso lo que no existe.
El barbero —ciego pero no sordo— sirvió ron en tazas de afeitar.
—Aquí no se brinda —dijo—. Aquí se muerde.
Brindamos igual. Empezaron a hablar. Guillén, afilado como machete:
—A mí me quitaron el ritmo, compay. Lo vendieron a un festival en Suiza.
Picasso, ronco como templo sin feligreses:
—Yo vi el alma. Está sobrevalorada. Prefiero un buen muslo o una curva mal intencionada.
Yo los escuchaba. Sin respirar. Era como ver a Martí hacer el perreo en cámara lenta. Guillén recitó un verso sobre mulatas cósmicas que me dejó con la piel erizada. Picasso hizo un dibujo en una servilleta con pasta de dientes: era yo, cagando tristeza.
—Ese soy yo —le dije.
—Ese somos todos —dijo él.
Hablamos de la revolución como orgasmo interrumpido. Del arte como enfermedad tropical. De cómo Cuba es un cuadro de Braque, pero con más ron y menos galería.
En algún punto, el barbero sacó una navaja y empezó a afeitarme el alma hasta los huesos. No mi barba. El alma. Sentí cómo me raspaba el pasado, los fracasos, las traiciones. Cuando terminó, escupió al piso y dijo:
—Ya. Estás casi limpio. Falta el tuétano.
—¿Y el dolor de muela? —pregunté.
—Eso no se quita. Eso se escribe.
Afuera empezaba a llover. Una lluvia oblicua. Cubista. Fragmentada.
Guillén me abrazó. Picasso me regaló la servilleta. En ella había escrito:
“Si el arte no te da ganas de vomitar o correrte, no sirve.” —P.P.
Salí a la calle con el diente aún latiendo. Y un poema nuevo que decía:
Hay barberías donde se corta el tiempo.
Hay hombres que no envejecen, solo se parten en ángulos.
Y hay días en que el arte no se mira: se bebe.
Apaga la luz, cierra la puerta con doble vuelta y escucha el ronco eco de los santos cansados.
Porque esta vez Perro Juan se enfrenta a el apagón final, y la Muerte —sí, ella, la gran mulata de ojos vacíos— no viene con guadaña, sino con timbal y son.
Esto no es el final del cuento. Es el principio del gran silencio.
Martes. Apagón final o con la Muerte tocando timba.
Esa noche el apagón fue tan profundo que se borraron hasta los recuerdos. No quedaba una vela, ni un fósforo, ni siquiera el resplandor miserable del celular de un vecino. Todo era sombra espesa, como vientre de estatua. Caminé a tientas por Centro Habana, con el corazón latiéndome en los dientes y el alma como una cucaracha boca arriba.
En los balcones se oían susurros, radios apagados por decreto y madres acariciando hijos que ya no estaban. Alguien cantaba un bolero sin letra. Un gato me siguió durante tres cuadras, como si supiera a dónde iba. Yo no.
Hasta que llegué a una esquina donde nunca había estado, aunque la ciudad me la había prometido muchas veces. Un solar. Grande, abierto, con una tarima improvisada de madera podrida. Y ahí, en el centro, bajo una lámpara que brillaba sin corriente —milagro o truco, no sabré decir—, estaba la Muerte.
No con capa, no con calavera. Era una mulata vieja, encorvada, con cuerpo de tambor y mirada de eclipse. Llevaba un vestido rojo deshilachado, unas chancletas rotas y tocaba los timbales como si estuviera desenterrando el universo.
El ritmo era brutal. Afrocaribeño. Doloroso. Una timba que no bailaba nadie, pero que hacía temblar las piernas.
—¿Vienes a buscarme? —le grité.
Ella no respondió. Solo tocó más fuerte. Cada golpe era un año. Cada golpe era un nombre que ya no podía pronunciar.
Entonces lo entendí: no venía por mí.
Venía para mí.
—¿Por qué ahora? —le pregunté.
—Porque ya estás vacío, Juan. Te sacaron las palabras, los orgasmos, los cigarros y las ganas. Ya no escribes. Ya confiesas.
—¿Y los otros?
—Están esperando turno. Vos sos VIP. Te ganaste la despedida con música.
Cerré los ojos. Respiré hondo. Pensé en Vallejo, en Virgilio Piñera, en las jineteras del Nacional, en Picasso dibujando con pasta dental, en Carpentier encendiendo velas de otro siglo. Pensé en la barbería, en Guillén, en el primer poema que escribí en un cuerpo sudado. Pensé en mi madre, en el hambre, en el ron, en el son.
La Muerte me miró por última vez. Y sonrió.
Tenía los dientes de mi infancia.
Me ofreció una copa.
La bebí. Era oscura, caliente y dulce.
Sabía a punto final.
Y entonces bailé.
Con ella.
Conmigo.
Con todo lo que alguna vez fui.
Y que ya no volverá.
Esto no es resurrección, ni epílogo, ni redención.
Esto es la persistencia del hueso.
Porque Perro Juan no se fue.
Solo se pudrió un poco.
Y regresó.
Con un redoble en los pulmones.
Y Vallejo, sí, Vallejo, tocando el bombo de su cráneo como si Dios le debiera sueldo y paga extra perpetua.
Miércoles. El regreso con redoble de cráneo.
Dicen que morí.
Que la Muerte me bailó hasta dejarme seco, que toqué el fondo del apagón y me abracé a la sombra como se abraza un cuerpo que ya no nos quiere.
Mentira.
Me fui un rato.
Eso sí.
Me apagué como se apagan los transistores en la tormenta.
Pero no era el fin.
Era el eco.
Y el eco, ya se sabe, tiene mal carácter y peor memoria.
Volví porque alguien —no sé si fue Vallejo, Lezama o un viejo bolero descompuesto— gritó mi nombre desde abajo. Desde muy abajo. Desde donde no hay voz, pero sí golpe.
Volví arrastrándome. Con barro en la lengua y ceniza en los dedos.
Volví sin palabras. Solo con ritmo.
Y ese ritmo era un redoble.
Y ese redoble lo tocaba Vallejo.
Sí, Vallejo.
Con cara de profeta descalzo y manos de carpintero loco.
Tocando un tambor que era su propio cráneo.
Tocando con rabia. Con hambre. Con verbo.
Me encontró tirado entre ruinas de hospitales y poemas mal recitados.
Me pateó el costado.
Me gritó:
—¡Juan, carajo! ¡Esto no se acaba así! ¡Aquí nadie se muere sin repetir tres veces su nombre en voz alta!
—¿Qué nombre? —le dije.
—El tuyo, imbécil —me dijo—. El que no te dio tu madre ni tu patria.
El que te inventaste a fuerza de perder.
Entonces lo supe.
Yo no era Perro Juan.
Yo era lo que quedaba después de Perro Juan.
La cáscara. El hueso con música.
El tam-tam de los que no se rinden porque no saben qué otra cosa hacer.
Subí.
No al cielo, porque no me dan la visa.
Subí a La Habana.
A la de verdad. La sucia. La caliente. La que no sale en los folletos.
Volví al malecón.
Las putas me reconocieron.
Los perros me ignoraron, después de olerme hermano.
Las viejas me dieron café.
Y me senté.
Con un cuaderno nuevo.
Una botella vieja.
Y el redoble de Vallejo haciéndome temblar el hígado.
Escribí esto:
Regresé.
Sin carne. Pero con ruido.
Sin patria. Pero con el tambor del cráneo.
No me esperen. No me entierren.
Que todavía me falta morder otra metáfora
y orinar en el altar de algún dios correcto.
El tambor suena.
Sigue sonando, como cráneo roto.
Vallejo me mira.
No sonríe. No puede. Pero golpea.
Y con cada golpe, me devuelve una palabra.
Ya no soy Perro Juan.
Soy el ritmo que quedó cuando el poema se fue.
Miércoles, noche.
Margarita Carmen Cansino me hubiera definido como su carne, sus sentidos y sus placeres. Pero eso mismo podría decirlo también más de un negro cubano del malecón. De mi condición sexual no voy a hablar, pues he sido de todo y, con este apunte, baste. Por lo demás, a quien nunca he podido serle infiel es a Katy Jurado. Ahora me acomodo en la decadencia y en el ron. Por último, mi lema: la única interpretación posible de la vida tiene que ser erótica.
Me renombré muchas veces. Una de ellas —quizá la más escandalosa— fue cuando Margarita Carmen Cansino, más conocida como Rita Hayworth en las tardes alcohólicas de la posguerra, me definió como su carne, sus sentidos y sus placeres. Una definición modesta, la suya. Poética incluso, si uno no supiera que me lo dijo después de vomitar sobre sus zapatos Ferragamo en el baño de un hotel en Acapulco. Aun así, se lo agradezco. Hay algo digno en que una estrella en decadencia reconozca a otra.
No fui exclusivo. Ni ella lo esperaba. También podría decir lo mismo de mí más de un negro cubano del malecón —el de las madrugadas eternas, el que tocaba el contrabajo como si tuviera el corazón colgado del cuello— y no se equivocaría. Cada amante fue un ensayo, una nota disonante en mi sinfonía corporal. De mi condición sexual no hablaré. No por discreción, sino por tedio. La identidad, a estas alturas, me parece un invento nada reciente. He sido de todo: flor y fango, máscara y espina. Fui sodomita en el Renacimiento, musa andrógina en el Berlín de Weimar, dama en el burdel de Colette, y un trazo mal hecho en una orgía de Egon Schiele. Con este apunte, baste.
A quien nunca pude —ni quise— serle infiel fue a Katy Jurado. Ella representaba lo que ni Hollywood pudo desvestir: la altivez de la tierra, el peso del maíz y la sangre bajo la falda. Nunca me amó, y eso la hace aún más deseable. Uno no se enamora del amor correspondido: se esclaviza del imposible. Katy fue mi diosa laica, mi religión de carne.
Con los años, me acomodé en la decadencia. No como derrota, sino como estilo. La decadencia, bien llevada, es un arte que pocos saben vestir. La juventud es pornografía barata; la vejez, si se la interpreta con cinismo, puede ser literatura. Me volví lector de Proust por necesidad y de Bukowski por venganza. Vivo entre ruinas que decoré con sarcasmo. Levanté altares a mis propios errores. Adoro el fracaso como otros adoran a sus hijos. El ron es mi cómplice. El cigarro, mi editor. Y el espejo… un viejo enemigo al que aprendí a parodiar. No tengo herederos, ni perros, ni ahorros. Pero tengo historias que no se pueden escribir sin escándalo ni demanda judicial.
Mi lema, sí. Mi único lema es que la única interpretación posible de la vida debe ser erótica. Porque todo lo demás —la política, la religión, la bolsa, la moral, la buena educación— son excusas mediocres para disimular que lo único que nos conmueve verdaderamente es la posibilidad de rozar otra piel, aunque sea con la mirada. El erotismo no es sexo. Es estilo. Es hambre. Es no saber si uno quiere amar o destruir. Es la contradicción como forma de existencia.
He sido amante, fantasma, travestido, traidor, profeta de burdel y mártir de sábana. Ahora solo soy un eco, un perfume, una nota al pie en la biografía de otros. Pero si algo queda de mí cuando el ron se acaba y el cuerpo ya no responde, es esta certeza: fui carne. Y la carne, por un instante fugaz, me hizo creer que estaba vivo.
Y sin embargo, aquí estoy. Esta habitación donde escribo —sí, esta con las cortinas cerradas desde hace diez años, con la radio rota que solo emite interferencia— no existe. Nunca existió. Ni el ron, ni los amantes, ni siquiera el cuerpo que mencioné. Lo descubrí hace unos días, cuando intenté salir por la puerta. Y la puerta no daba a ningún lugar. Era una superficie lisa, como una escenografía mal terminada. Rompí el espejo —no había reflejo. Quemé una carta antigua —las llamas no consumían nada. He llegado a sospechar que no soy más que el residuo de una historia contada tantas veces que ya nadie recuerda su origen. Una ficción mal cerrada. Una voz extraviada en una novela que nadie terminó de escribir. ¿Y si esta autobiografía es sólo el epílogo de un personaje que fue descartado en la página treinta y tres? ¿Y si nunca viví, y mi vida fue una digresión literaria, un pie de página sin texto al que anclar? Quizá fui inventado por alguien que no soportaba envejecer solo. O por una mujer que perdió a su amante en el mar y necesitó escribirle a un fantasma. Quizá tú me estás leyendo ahora… y al cerrar este párrafo, yo desaparezca. O peor aún: me quede atrapado aquí, repitiendo esta historia una y otra vez, como una maldición barroca en la biblioteca de los personajes olvidados.
No tengo patria, ni vocación de víctima, ni biografía que soporte el peso de una cronología limpia. Fui carne antes que conciencia, deseo antes que doctrina, y nunca aprendí a pedir permiso ni a callar en los entierros. No fui un hombre, ni una mujer, ni un poeta. Fui una circunstancia, un delirio con piernas, un error sostenido con tanto estilo que algunos se atrevieron a llamarlo personalidad. Mis padres —si existieron— me abandonaron en un teatro en ruinas; aprendí a hablar repitiendo los diálogos de películas dobladas al español neutro y a amar sin pronombres. Mis primeras certezas fueron el tacto y la música, y hasta el día de hoy desconfío de toda verdad que no se exprese con las yemas de los dedos o con un contrabajo en fa menor. Nadie podrá decir que no viví como un exceso, que no quemé la vela por los dos extremos y por la mecha intermedia, que no besé donde dolía y no mentí por puro arte. Me vendí por joyas falsas, me regalé por vino barato, pero jamás, escúchese bien, jamás me alquilé por seguridad o costumbre.
Margarita Carmen Cansino, la que el mundo adora como Rita Hayworth, me describió —en una de sus madrugadas más lúgubres— como su carne, sus sentidos y sus placeres. Lo dijo sin solemnidad, como quien anota un número telefónico en la piel de alguien que sabe que no volverá a llamar. Pero no fue la única. También me declararon suyo, en distintos idiomas y dialectos del cuerpo, un marinero portugués con dientes de oro, un seminarista colombiano que juraba ver a Cristo en los orgasmos, y un actor francés que sólo podía tener erecciones si recitaba a Racine durante el coito. A todos les dije lo mismo: “No soy tuyo. Soy del instante.” Y el instante, como es sabido, no tiene dueño ni tumba.
Del sexo no tengo anécdotas: tengo monumentos. He visto cuerpos abrirse como himnos y cerrarse como juicios finales. He sido herido con ternura y amado con crueldad, he llorado en las espaldas de extraños, he fingido placer por compasión y he sentido compasión por no sentir nada. En mí se han cruzado géneros, estéticas, pronombres y categorías que ni Foucault hubiera sabido etiquetar sin una copa de más. Pero si insisten, si verdaderamente necesitan una etiqueta para dormir tranquilos, digan simplemente que fui libre, aunque a un precio tan alto que sólo los desesperados y los lúcidos se atreverían a pagarlo.
Fui fiel, eso sí. Fiel a una sola figura. Katy Jurado. No a la mujer real —que ni siquiera llegué a conocer— sino a la imagen que de ella forjé: una mezcla de la Virgen de los Dolores con una reina tolteca exiliada en un western. Esa mujer de cejas como puñales y voz de petróleo fue, para mí, un país imposible. Cada vez que el mundo me decepcionaba (y lo hacía con alarmante regularidad), pensaba en Katy, en su forma de mirar como quien mide distancias entre pecados, y me prometía resistir un poco más. A ella le dediqué mi lealtad más irracional, mi última mentira, mi primer silencio.
Y llegó el tiempo. El tiempo verdadero. Ese que ya no tiene minutos, sino ausencias. Me acomodé en la decadencia como otros se acomodan en la jubilación. Aprendí a encontrar belleza en los objetos rotos, en las pieles marchitas, en las voces que tiemblan al final de una canción. Me hice amigo del ron y del insomnio, del olvido parcial y del espejo sin reflejo. Abandoné la nostalgia por ser un vicio de los cobardes y abracé el sarcasmo como se abraza a un amante que uno sabe que lo traicionará, pero que besa como nadie. Mi biblioteca andante se redujo a tres autores: Duras para la melancolía, Cioran para las mañanas, y Sade para cuando quería recordar que aún tenía cuerpo. Lo demás era memoria viva en mi sesera.
Y ahora, aquí estoy. En este cuarto sin ventanas, sin relojes, sin eco. No sé desde cuándo. Tampoco sé si alguien encontrará esto o si ya lo encontraron y lo volvieron a esconder. Lo que sé es que esta vida —si fue vida— no fue un error, sino una excepción. Me niego a creer que fui una nota marginal. Prefiero pensar que fui un ensayo para una obra que aún no se ha escrito. Tal vez por eso no puedo morir del todo. Tal vez por eso sigo dictando esta, sin manos, sin boca, sin papel. Tal vez yo ya no sea yo, Rita, sino la forma que ha tomado tu olvido.
Nota. Fragmentos de un manuscrito hallado entre las ropas de un cadáver no identificado escrito en servilletas. La caligrafía es irregular, bellísima, pero ya casi ilegible. Posiblemente redactado en La Habana entre 1962 y 1987. Va firmado por un tal "P.J."