Estrellas

Las estrellas son los cigarros encendidos de ángeles viciosos que salen a fumar a las puertas del cielo, expulsados por real decreto. Y llamamos estrellas fugaces a las colillas que nos lanzan sádicamente.

Estrellas

Las estrellas son los cigarros encendidos de ángeles viciosos que salen a fumar a las puertas del cielo, expulsados por real decreto. Y llamamos estrellas fugaces a las colillas que nos lanzan sádicamente como si nuestra existencia fuera solo una broma cósmica, una distracción en medio de sus eternos ocios. Ellos, de alas desgastadas, con la gloria deshilachada en los bordes, se ríen en ese lenguaje que no podemos escuchar, pero que sentimos en la piel cada vez que una de esas brasas atraviesa el cielo negro. Nos hacen señas con sus cenizas, queriéndonos recordar lo efímero, lo ínfimo que somos bajo su manto de humo.

Las estrellas, esas marcas incandescentes, no son promesas ni deseos por cumplir, sino las huellas del vicio que ellos han decidido despreciar o, peor aún, compartir. Y cuando una estrella cruza el firmamento, no es un signo de fortuna, sino la mueca burlona de aquellos que nos miran desde arriba, desde una altura tan elevada que nuestros sueños y plegarias no son más que volutas de humo que desaparecen antes de rozarles la piel.

Nos lanzan sus colillas como si nos recordaran que, aunque levantemos la cabeza para buscarlas, ellos ya nos han olvidado, y nosotros seguimos, tercos, soplando al viento como si el cielo fuera algo más que una barricada entre lo que somos y lo que jamás alcanzaremos.

Desde su pedestal celeste, como si quisieran recordarnos, con ese brillo que muere al instante, lo efímera que es nuestra vida, nuestra ambición, esas colillas ardientes atraviesan el manto de la noche y, por un segundo, nos engañan: pensamos en deseos, en sueños por cumplir, ignorando que no son más que los restos incandescentes de las frustraciones divinas, de esos ángeles que ya no pueden redimirse.

Bajo el cielo plagado de brasas, la humanidad se agolpa con la mirada perdida, preguntándose si en algún momento alguien escuchará sus plegarias, sin saber que los cigarros que fuman los ángeles no llevan promesas, sino desesperanzas envueltas en humo. Y al final, las estrellas no son guías, no son destinos lejanos. Son el eco amargo de una condena compartida, la nuestra, la de vivir en medio de la incertidumbre, entre cenizas y destellos que se apagan en un suspiro.

Esos ángeles que flotan en los márgenes del cielo, exiliados por su desobediencia o quizá por un hastío eterno, fuman con indiferencia, dejando caer las colillas ardientes como advertencias que nadie interpreta. Y nosotros, criaturas ciegas de deseo, levantamos la mirada hacia esas cenizas incandescentes, como si en su estela fugaz pudiera residir una clave, un mensaje oculto que nos permita entender el porqué de nuestra existencia. Nos aferramos a esa ilusión infantil de que al pedir un deseo, en el preciso instante en que la colilla corta el firmamento, se nos concederá alguna gracia.

Pero los ángeles no responden. No les interesa la suerte de los mortales. Fuman en silencio, compartiendo entre ellos miradas cansadas, como veteranos de una guerra que nunca terminó, conscientes de que cada colilla es un fragmento de su propio desencanto, de su propia condena. Porque ellos, los que una vez custodiaron las puertas del paraíso, ya no esperan nada. Fuman no por vicio, sino por el hábito de quienes han perdido la fe en la redención. Y nosotros, debajo, corremos tras las cenizas que ellos nos lanzan, imaginando que son estrellas, que son caminos luminosos hacia nuestros sueños. Ignoramos que son solo restos, fragmentos de una existencia que, al igual que la nuestra, se consume lentamente hasta desaparecer.

Las estrellas, entonces, no son más que el rastro de una tragedia que compartimos con el cielo. Nos creemos protagonistas, pero no somos más que extras en esta obra cósmica. Y cada vez que una estrella se apaga, no es un deseo que se cumple, sino una señal de lo que ya ha muerto, de lo que se ha perdido para siempre. Así seguimos, persiguiendo cenizas, creyendo en milagros que nunca llegarán, mientras el cielo se oscurece lentamente, ahogado en el humo de los ángeles que ya no tienen nada que perder.