¿Está el enemigo? ¡Qué se ponga!
O cómo conjurar la vida "sin esperanza, pero sin miedo"
La felicidad es un bulo. Un fraude a gran escala. Una campaña de marketing diseñada para vendernos velas aromáticas y retiros de meditación en Bali. Nos han hecho creer que la felicidad es un destino, un nirvana alcanzable si combinamos la dosis justa de esfuerzo, pensamiento positivo y aguacates en tostada. Pero no, amigos. La felicidad es una línea de meta que se aleja cada vez que damos un paso.
Lo más gracioso de todo es que el verdadero verdugo de la felicidad no es la tristeza, sino las expectativas. Ay, las expectativas, esos castillos en el aire con wifi ultrarrápido y vistas al mar. Nos prometemos a nosotros mismos que seremos felices cuando consigamos ese trabajo, cuando viajemos a Tokio, cuando tengamos pareja, cuando la pareja nos deje, cuando compremos un perro, cuando el perro deje de destrozarnos los zapatos… Y así, la zanahoria sigue colgando delante de la nariz, mientras trotamos con la ilusión de que algún día la atraparemos.
Nos pasamos la vida haciendo malabares con lo que creemos que debería ser y lo que realmente es. “Debería haber conseguido más a mi edad”, “Debería ser más delgado”, “Debería estar disfrutando esto más”. Debería, debería, debería… Qué palabra más hermosa para amargarnos la existencia.
El enemigo no es la infelicidad, sino la farsa. Nos vendieron la idea de que la felicidad es un estado permanente, una línea recta de éxtasis ininterrumpido. Pero la felicidad no es más que un accidente químico, un vaivén de dopamina que dura lo que un suspiro. Unas veces viene y otras se esfuma sin previo aviso, como un amante cobarde. Y ahí estamos nosotros, exigiéndole que vuelva, como si fuera un empleado con horario fijo.
Lo peor de todo es que seguimos negociando con la vida como si ella nos debiera algo. "Si trabajo duro, seré exitoso". "Si soy una buena persona, encontraré el amor". Queridos míos, la vida no ha firmado ningún contrato con nosotros. No hay reembolsos, ni garantías, ni servicio de atención al cliente. Lo que hay es caos, puro y bello caos, en el que a veces la suerte te sonríe y otras veces te da una patada en la boca, o en sitios peores.
Así que, ¿Qué hacemos? ¿Nos rendimos? ¿Nos ponemos en modo zombi y aceptamos la mediocridad? No. Lo que hacemos es afilar el cinismo y ajustar las expectativas a la realidad, como quien se compra un paraguas en Londres sabiendo que tarde o temprano va a llover. ¿Quieres ser feliz? Perfecto. Pero no le pidas demasiado a la felicidad. No le pongas condiciones. No esperes que sea espectacular. A veces es simplemente no tener dolor de cabeza, encontrar sitio en el metro o que tu canción favorita suene en la radio. A veces es aceptar que la vida es más tragicómica que épica.
Así que deja de esperar que el destino sea justo. Deja de imaginar que en algún momento todo encajará perfectamente. Porque si sigues persiguiendo esa zanahoria, lo único que conseguirás es morirte de hambre.
Nos han programado para vivir con un ojo puesto en el horizonte y el otro en la calculadora. Siempre proyectando, siempre midiendo, siempre anticipando. Pero, ¿y si el truco no está en la previsión sino en la entrega? No en la esperanza ciega, sino en la disposición plena a lo inesperado. Porque la esperanza, aunque parezca un bálsamo, tiene su trampa: es una deuda con el futuro. Un contrato implícito con lo que debería ser, con lo que esperamos recibir a cambio de nuestros desvelos. Y cuando la esperanza se frustra, se convierte en resentimiento, en cinismo mal llevado, en esa amargura de quien siente que la vida le debe algo. En un Trump.
Pero ojo, tampoco se trata de temer. Porque el miedo es solo la otra cara de la misma moneda: un exceso de expectativas, pero en negativo. En lugar de promesas radiantes, nos inventamos futuros lúgubres y nos preparamos para lo peor como si estuviéramos en una película apocalíptica. La clave está en bajar las armas sin rendirse. En caminar sin guion, sin pedir garantías, sin hipotecar la felicidad en una idea prefabricada de éxito. Es mirar al presente con la curiosidad infantil de quien ha olvidado lo que viene después, de quien no necesita que la vida le dé la razón.
Sorprenderse es el arte de vivir sin mapa, sin un destino rígido. No significa resignación, sino ligereza. No significa apatía, sino disponibilidad. Es la diferencia entre esperar el amanecer con ansiedad y dejarse encandilar por la luz que se filtra entre los edificios grises de nuestra ciudad sin haberlo previsto. No se trata de no querer nada. Se trata de no necesitar que las cosas sean de una forma específica para sentirse vivo. Se trata de dejar que la vida nos desarme y, en ese desarme, encontrar lo que nunca supimos que buscábamos. Afrontemos con un chiste la desgracia, démosle una lección. Sorprendámonos y conjuremos la vida con una gran carcajada cuando nos viene mal dada. Como decía Gila: "¿Está el enemigo? ¡Qué se ponga!