El tren

El tren es la cremallera del jersey del campo.

El tren

El tren es la cremallera del jersey del campo, un hilo metálico que cose las dos orillas de la naturaleza con su vaivén constante, como si de un aliento mecánico se tratase, entre la niebla matinal que se deshace sobre los pastizales. Sus vagones son eslabones que enlazan lo estático y lo efímero, uniendo montes y llanuras como puntadas invisibles en un tejido de colinas ondulantes y árboles dormidos.

Al avanzar, rompe el silencio de los campos, ese eco antiguo que yace entre las piedras y los caminos de tierra, donde el viento susurra secretos de siglos. Las vías brillan como cicatrices que narran historias de distancias y trayectos pasados, y el tren, ajeno a todo, continúa su curso, uniendo lo que parece eterno en la lejanía.

¿Puedes sentir ese cosquilleo en el aire, ese leve crujido en los rieles que recuerda al deslizar de una cremallera al abrirse camino entre las texturas suaves de la tela verde del campo?

El tren es la cremallera del jersey del campo, que se desliza sigilosa y puntual, cerrando y abriendo mundos en su paso de hierro. Las vías, como dientes de acero, son una cicatriz perenne que hiere el corazón de la tierra, separando sus vastas extensiones, pero al mismo tiempo, reuniéndolas en un abrazo forzado y frío. El viento, cómplice de este ir y venir, acompaña al tren con un aullido suave, casi melancólico, que acaricia las hojas de los árboles y hace temblar las espigas de trigo que ondulan como un mar detenido en el tiempo.

A lo lejos, los pueblos son apenas parches grises sobre el horizonte, costuras sueltas en este gran manto verde que se extiende hasta donde la vista se atreve a imaginar. Casas diminutas y dispersas se asoman con timidez, sus tejados oxidados, como mechones desordenados, coronan las colinas. Los arroyos serpentean bajo puentes que parecen susurrar antiguas leyendas mientras el tren los cruza sin detenerse, indiferente a las historias que duermen bajo sus arcos de piedra.

El tren sigue su curso, un coloso que arrastra consigo el eco de mil vidas pasajeras, rostros desconocidos que se asoman por las ventanas, testigos fugaces de un paisaje que no les pertenece, pero que por unos instantes se vuelve suyo. Cada estación es un suspiro, un paréntesis en el camino, y luego, de nuevo, el zumbido constante de las ruedas sobre los rieles, como un mantra hipnótico que embriaga los sentidos.

El campo se estira y se encoge al ritmo del tren, como si respirara al compás de sus movimientos. Las nubes, retazos de algodón en un cielo límpido, parecen seguirlo en su carrera, reflejándose en las charcas que se forman tras la lluvia, espejos donde la naturaleza contempla su propio reflejo, roto solo por el paso de esa serpiente metálica que se desliza sin pausa.

Y es que el tren no es solo una máquina que corta el paisaje; es un puente entre tiempos y espacios. Cada trayecto es una historia, una posibilidad, una promesa. En su interior, los pasajeros llevan consigo sus sueños y nostalgias, sus esperanzas y desilusiones, como si, al moverse entre estaciones, dejaran parte de sus vidas impresas en los rieles. ¿Quiénes somos, entonces, al mirar el tren pasar? ¿Somos las colinas inmóviles que observan, o somos el tren que avanza imparable, buscando siempre el próximo horizonte, la próxima estación?

La cremallera sigue deslizándose, uniendo el cielo con la tierra, el silencio con el murmullo. Las flores silvestres, flores suicidas, ajenas a todo, siguen creciendo a ambos lados de las vías, pequeñas y frágiles testigos del incesante diálogo entre lo natural y lo mecánico, entre lo que permanece y lo que se desliza hacia lo desconocido.