El sueño americano es una pesadilla para la tortilla española

La patata lloraba nostalgia americana. El huevo dudaba de su identidad. La cebolla estaba infiltrada por el existencialismo francés. El aceite, antes virgen, ahora venía con traumas.

El sueño americano es una pesadilla para la tortilla española

La tortilla española llegó a Nueva York en la maleta de Teresa, una cocinera madrileña con aspiraciones internacionales y una inquebrantable fe en las propiedades místicas del huevo. Venía con una receta ancestral, heredada de su abuela, que según la leyenda familiar había conseguido evitar tres guerras, dos divorcios y una plaga de langostas.

—Aquí, en América, lo vais a flipar con mi tortilla —dijo Teresa, convencida de que la mezcla de huevos, patatas y cebolla haría temblar a Gordon Ramsay.

Montó su food truck en Brooklyn, el lugar donde los hipsters van a morir de ironía, y lo bautizó “Omelette? No, gracias”. Pintó una gran tortilla sonriente sobre fondo rojo y escribió en letras doradas: “Sabe a España. No es paella. No lleva chorizo. No es un taco.” Porque uno tiene que cubrir todas las bases.

Los primeros clientes llegaron por curiosidad. El primero, un influencer gastronómico llamado Sky con más seguidores que neuronas, preguntó:

—¿Esto tiene gluten?

—No.

—¿Y es vegano?

—No. Es huevo, cielo. Huevo real.

Sky hizo una mueca de dolor, como si le hubieran ofrecido un filete crudo en una reunión de veganos de Vermont.

—¿Y si le pones tofu? ¿Y lo sirves en una tostada de pan de cúrcuma?

Teresa sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. La palabra tofu y tortilla española no deberían compartir planeta, mucho menos frase. Pero como buena emprendedora, fingió una sonrisa homicida y contestó:

—Claro, lo apunto para nunca hacerlo.

Pero lo peor estaba por llegar. Un día se acercó un ejecutivo de una cadena de comida rápida con una camiseta que decía: “Innovar es freír la tradición”. Le propuso franquiciar el concepto.

—Imagínatelo: TortiBurger. Tortilla en pan de brioche, con ketchup, bacon y... ¿Qué te parece si le metemos trufa?

Teresa pensó en el espíritu de su abuela revolviéndose en la tumba y probablemente también preparando una maldición. Contestó:

—Lo que me parece es que acabas de matar a toda mi línea materna con esa frase.

Pero el capitalismo, como el colesterol, no descansa. El concepto Tortilla 2.0 se viralizó gracias a un vídeo donde un actor que no sabía pronunciar “España” probaba la tortilla mientras decía:

—Es como un panqueque de papas… pero con más alma. ¡Y sin hot sauce! So exotic.

La gente empezó a hacer colas kilométricas. Pero no por la tortilla original. No, eso sería demasiado lógico. Querían la “versión con esencia de trufa y espuma de chipotle” creada por un chef de Portland que había visto un tutorial en YouTube sobre tapas.

Teresa, frustrada, vio cómo su receta se deformaba como una pesadilla freudiana: tortillas en conos de helado, tortillas azules (por la estética Instagram), tortillas servidas con leche de avena, y una cosa que llamó especialmente su atención: tortilla molecular desestructurada en cápsulas de gelatina biodegradable. Eso último lo sirvieron en una galería de arte moderno con una performance de fondo titulada "Desayuno postcolonial".

Para cuando Teresa quiso reaccionar, la tortilla ya no le pertenecía. Había pasado a ser parte del catálogo de apropiaciones culturales junto con los sombreros mexicanos y el yoga sin contexto.

Una mañana, al ver una versión “low carb” servida en hojas de kale y decorada con oro comestible, Teresa rompió. Cerró el food truck, se compró un billete de ida a Madrid y dejó un cartel que decía: “La tortilla ha muerto. Viva la tortilla.”

En el vuelo de regreso, una azafata le ofreció un menú internacional.

—¿Quiere probar nuestro Spanish egg pie? —preguntó sonriendo.

Teresa lloró en silencio mientras miraba por la ventana. Allá abajo, el mundo giraba sin entender nada. Y yo tampoco.

Teresa volvió a Madrid como quien regresa de una guerra que nadie ha reconocido, con el alma revuelta y el colesterol en cifras de escándalo. Al llegar a Barajas, la recibió un cartel que decía: “Bienvenido a Madrid: ahora también con poke bowls. Tuvo una visión rápida de la Virgen del Pilar llorando lágrimas de soja dulce.

Ya no confiaba en nadie. Ni en los turistas con acento de GPS ni en las abuelas que cocinaban tortillas light “porque el médico me lo ha dicho”. Teresa se encerró en su cocina con su sartén de hierro fundido, esa que tiene más carácter que un concejal corrupto, y decidió hacer una última tortilla, una definitiva, una tortilla que haría que los dioses se levantaran de sus sillas plegables del Olimpo y aplaudieran con las chanclas puestas.

Pero algo falló.

La patata lloraba nostalgia americana. El huevo dudaba de su identidad. La cebolla estaba infiltrada por el existencialismo francés. El aceite, antes virgen, ahora venía con traumas. Teresa gritó:

—¡Maldita globalización, me has jodido la yema!

Encendió la tele para olvidar, pero ahí estaba: un concurso culinario llamado Master Castiza. Un jurado con acento argentino-madrileño-croata le explicaba a un niño de 9 años que su tortilla debía “tener altura emocional y narrativa transmedia”. El niño, que llevaba un delantal con emojis y se llamaba Kevin José, respondía:

—Yo la hice sin patata porque es más sostenible. Le puse quinoa y esencia de huevo.

Teresa soltó una greguería en voz baja, como quien lanza un conjuro:

La tortilla sin patata es como un toro sin cuernos: se convierte en vaca y da pena.

Fue entonces cuando decidió vengarse. Si no podía salvar la tortilla, al menos arrastraría al enemigo con ella. Se infiltró en una de esas startups gastronómicas donde sirven aire en tarros de vidrio reciclado y tienen menús escritos en código QR, como si la comida fuera un videojuego indie.

Pidió trabajo como “consultora de identidad culinaria”.

—¿Experiencia? —le preguntó una chica con el pelo rosa y un máster en Fenomenología Gastronómica Comparada.

—Mi abuela me pegó con una espumadera por ponerle perejil a la tortilla. ¿Eso cuenta?

La contrataron de inmediato.

Teresa entonces lo hizo. Lanzó la “Tortilla NFT”: una tortilla virtual, en 3D, que se vendía en Ethereum y solo se podía comer con los ojos (literalmente, venía con unas gafas de realidad virtual). Se volvió un éxito rotundo. La gente pagaba 800 euros por verla girar en cámara lenta mientras sonaba flamenco vaporwave.

Cuando entrevistaron a Teresa en El País Gourmet, respondió:

—Es la evolución lógica. Si no puedes comerte una tortilla sin sentir culpa por las calorías, cómprate una tortilla que solo existe en la nube. Así engordas el alma, que es lo único que engorda sin consecuencias fiscales.

Mientras tanto, en un barrio olvidado de Madrid, una anciana encendía su cocina de gas, pelaba patatas sin Wi-Fi y batía los huevos con ritmo de bolero. Sin saberlo, estaba resistiendo. Porque hay cosas que no se pueden destruir ni siquiera con likes: la memoria, el fuego lento, y el punto exacto en el que la tortilla está jugosa pero no babosa.

Teresa lo entendió demasiado tarde.

Una noche, su propia tortilla NFT apareció en un museo posmoderno dentro de una vitrina, al lado de un zapato con espuma de lenteja y una performance titulada "El hummus soy yo". Un turista se acercó, leyó la descripción y dijo:

—¿Tortilla española? ¡Ah! ¿Eso no es lo que hacen en Texas con jalapeños y bacon?

Y en ese momento, la tortilla, desde su encierro digital, suspiró. Sí, la tortilla suspiró. Porque hasta las ideas, cuando se retuercen lo suficiente, acaban teniendo alma. Una alma frita, por supuesto.

Greguerías finales, por cortesía de Teresa:

  • El huevo es el círculo perfecto donde la patria se derrite.
  • El aceite de oliva es el sudor del sol llorando por la gastronomía.
  • A la tortilla le duele el mundo y sangra cebolla cada vez que alguien le dice “omelette”.