El suelo en otoño
El suelo en otoño quiere ser libro impreso a puro pie.
El suelo en otoño, con sus hojas dispersas y crujientes, parece querer transformarse en una página escrita por el viento. Cada hoja caída es una palabra no dicha, un susurro que el tiempo se ha guardado, y cada paso que damos sobre ese manto es como una pluma que deja su rastro, marcando el tránsito del alma por el mundo.
Los pies, al rozar la superficie suave y quebradiza, parecen seguir el ritmo de un poema oculto, como si cada movimiento fuese una pausa necesaria entre líneas de una historia que no cesa de contarse. Los colores que tiñen el paisaje —ocres, rojizos y dorados— son la tinta indeleble de un manuscrito efímero, escrito no por manos humanas, sino por las manos del viento, del frío y del paso del tiempo.
Es en ese juego, en ese diálogo entre el pie y la tierra, donde el otoño se revela como un libro impreso, donde cada fragmento de corteza, cada hoja seca, cada raíz a la vista es una letra, una sílaba que, al unirse, narran una historia milenaria que solo quienes caminan con atención pueden leer. Y así, mientras los pies continúan su andar, el suelo murmura su historia, y el otoño se convierte en el más íntimo de los cuentistas.
El suelo en otoño, un tapiz de hojas secas que crujen bajo cada paso, parece suplicar ser libro impreso. A puro pie, las suelas rozan su piel de ocres y amarillos, trazando senderos invisibles entre las sombras alargadas de los árboles. Cada hoja, al desprenderse del árbol, parece llevar consigo la historia de un verano agotado, de una luz que, lentamente, se diluye en la melancolía del ocaso.
Caminar sobre ellas es, quizás, como pasar las páginas de un libro antiguo, uno que cuenta la historia del ciclo eterno, donde cada crujido es una palabra no dicha, y cada huella, una marca indeleble en la memoria de lo efímero.
El suelo en otoño, con sus hojas crujientes y pálidas, parece reclamar un diálogo íntimo con las pisadas, como si cada paso fuera un eco de palabras que jamás fueron dichas. El viento juega a barajar las hojas, extendiéndolas en el aire antes de depositarlas sobre la tierra, donde se acomodan como páginas dispersas de un libro aún no escrito. Hay en esa textura de ocres y dorados una voluntad secreta, un deseo de que cada surco de la tierra, cada nervadura de las hojas secas, se convierta en letra viva, en un poema que se revela bajo el peso de quien se atreve a recorrerlo.
Los pies, en su andar, dejan huellas que no sólo graban la tierra, sino que parecen susurrar una historia muda, escrita en un lenguaje que solo el otoño entiende. En cada crujido, en cada frágil ruptura de las hojas secas, hay una consonante perdida, una vocal que se deshace en la brisa, pero que, por un instante, parece formar parte de una gran obra impresa en la memoria del paisaje.
El suelo en otoño es una alfombra de memorias caídas, un manto crujiente que respira bajo los pasos errantes. Las hojas, doradas y ocres, se despliegan como páginas de un libro que el viento hojea con desidia, arrastrando susurros de estaciones pasadas. Hay un lenguaje secreto en el crujido bajo los pies, como si la tierra misma quisiera recordar cada hoja que la ha cubierto, cada rama que la ha abandonado para dormir en su regazo.
El aire es espeso, impregnado de una fragancia húmeda, a veces terrosa, que promete la llegada de una quietud invernal. Cada rincón del paisaje parece contener un eco, una sombra de lo que fue verde y vibrante, ahora desvanecido en una lenta despedida.
Las sombras se alargan como manos que se estiran hacia el horizonte, queriendo atrapar los últimos rayos de un sol tibio que se oculta cada vez más temprano. Y el cielo, teñido de grises y malvas, observa, indiferente, cómo el mundo parece detenerse por un momento en ese frágil equilibrio entre el adiós y el renacimiento.