El Columpio
"Como no podemos permitirnos una nave espacial, experimentamos la gravedad cero con un columpio."
El parque estaba desierto aquella tarde. Los columpios, en su quietud, parecían esculturas olvidadas, atrapadas en un sueño de óxido y viento. Pero él, con los ojos llenos de curiosidad, se acercó a uno de ellos. Las cadenas crujieron con un eco leve, casi nostálgico, mientras se sentaba en la madera gastada. Una brisa suave acariciaba su rostro, como si el aire estuviera a punto de confesarle un secreto, y entonces comenzó el vaivén, ese balanceo rítmico que de niños nos hace sentir que volamos.
Con cada empujón, el suelo parecía alejarse más, y él, con los pies firmemente suspendidos, imaginó que ascendía hacia un cielo distante. Cerró los ojos. La tierra desapareció. No había ya más parque, ni columpio, ni viento. Sólo él y una sensación creciente de levedad, de soltura, como si el propio aire lo estuviera elevando. Y en ese instante, en la cúspide del balanceo, cuando las cadenas tensas alcanzaron su límite, algo cambió.
El columpio ya no volvía. El mundo se había disuelto en un vacío absoluto, y ahora flotaba en un silencio sin fin. Las leyes que habían gobernado su cuerpo durante toda su vida se desvanecían con una dulzura extraña, casi maternal. No había arriba ni abajo, solo el interminable espacio. Allí, suspendido en esa nada sideral, pudo por fin entender lo que los astronautas debían sentir al desprenderse de la gravedad, esa tirana silenciosa que siempre nos recuerda que pertenecemos a la tierra.
Pero aquí, en esta ingravidez imaginaria, no existía el tiempo. No había apuros, ni días por contar. Solo la serenidad del vacío. Podía ver las estrellas brillar a lo lejos, como testigos callados de su pequeña rebelión contra lo inevitable. Sin embargo, más allá de lo físico, la gravedad que había perdido no era solo la del cuerpo, sino la de las preocupaciones, de las expectativas pesadas que cargaba desde hacía tanto. El columpio era un portal, una rendija hacia ese otro lado donde lo inalcanzable, lo imposible, se tornaba cercano, íntimo.
Supo entonces que la gravedad cero no era solo una condición de los cuerpos, sino también de las almas. Al flotar, no solo había dejado atrás el peso de su carne, sino el de sus pensamientos, de sus angustias. Y en esa ingravidez efímera, pudo, al fin, encontrar algo de libertad.
El columpio se alzaba con un crujido leve, cortando el aire como una embarcación que surca mares invisibles. Allí, en el patio olvidado, entre los murmullos de la tarde, el juego parecía una suerte de rito antiguo, un desafío silencioso a las leyes de la gravedad. Flegreo, aferrado a las cadenas oxidadas, cerraba los ojos mientras sus piernas impulsaban el vaivén cadencioso que, poco a poco, lo despegaba de la realidad.
El movimiento pendular lo sacudía de la somnolencia diaria. Cada ascenso era una invitación al abismo, una promesa de ingravidez. Y entonces, en la cúspide de aquel vuelo improvisado, cuando el columpio llegaba al punto más alto, por un instante perfecto, todo se desvanecía. El peso de su cuerpo parecía un recuerdo lejano, como si, de repente, la tierra lo hubiese olvidado.
Allí, en esa fracción mínima de eternidad, el mundo quedaba suspendido. El viento que acariciaba su rostro era el eco de galaxias distantes, y bajo sus pies, el suelo desaparecía como un capricho del universo. No había más que la inmensidad del espacio. Flegreo flotaba, como un cosmonauta en la soledad de un cielo que no conocía fronteras. La gravedad, esa tirana invisible que hasta entonces había sido una constante inamovible, cedía ante la fantasía.
“Es aquí, en este instante”, pensaba. Aquí donde todo se detiene, donde las certezas caen, donde el columpio no es solo un columpio, sino una nave espacial tejida con el hilo de los sueños. Flegreo se convertía en un dios menor, un explorador de su propia infinitud, rodeado de estrellas que solo él podía ver.
La caída volvía, lenta, inevitable, como si el universo mismo recordara que no podía permitirse la pérdida de sus reglas. Pero, por un segundo más, por una respiración suspendida, Flegreo era libre, el espacio y el tiempo eran suyos, y el columpio se balanceaba entre dos mundos: el de lo posible y el de lo imaginado.
Y, aunque el suelo regresaba bajo sus pies, con el eco de la realidad despertando en sus sentidos, sabía que siempre podría volver. Solo necesitaba ese simple columpio para lanzarse de nuevo hacia el abismo de la gravedad cero, donde, por un momento, todo lo que es deja de ser, y solo queda el vuelo, el vértigo, y el susurro de un universo que nunca fue tan lejano.