El Bosco /3
El discípulo involuntario (El cuadro que nunca termina)
Voz del Investigador
No dormí anoche. Ni anteayer. Ni el día anterior. El tiempo ha dejado de ser una línea recta. Es un círculo, un reloj sin manecillas.
Desde la fábrica, desde que vi el tríptico viviente, algo se instaló detrás de mis ojos. Al principio eran solo imágenes fugaces: un hombre con cabeza de pájaro devorando su propio reflejo, una mujer con piernas de insecto que rezaba en silencio… Pero ahora ya no son solo imágenes. Son voces.
Bosco me dijo, justo antes de desaparecer:
—No me busque. Mírela a ella.
Y desde entonces la veo en todas partes. En los charcos de lluvia, en las grietas del techo, en el reflejo de los cristales. Siempre sonriendo. Siempre esperando.
Hoy en mi despacho, mientras repasaba los informes policiales, vi que las palabras de las actas se transformaban. Ya no decían “víctima”, “sospechoso”, “evidencia”. Decían:
Panel izquierdo. Panel central. Panel derecho.
Y entendí que yo también estoy dentro del cuadro.
Voz del Testigo (antes de desaparecer)
Me duele… pero no de forma física. Es como si me estuvieran borrando poco a poco. Ya no siento mis manos, ni mis pies. Solo queda mi rostro, y ni siquiera estoy seguro de que siga siendo mío.
Bosco me prometió que cuando terminara, vería lo que hay detrás del velo. Y tenía razón. Ahora veo lo que los demás no pueden: somos pinceladas de algo que no entendemos.
Dile al inspector… que no intente luchar. Dile que acepte. Porque ella ya lo ha elegido.
Voz del Asesino (Bosco)
No necesito quedarme. Él, el inspector, ya está preparado.
La Primogénita lo reclama. Lo vi en sus ojos cuando me encontró en la fábrica: esa mezcla de horror y fascinación, ese temblor que no es solo miedo. Él ya escuchó la música. Él ya sintió el vértigo.
Pronto será él quien continúe el tríptico. Porque así es como funciona. Siempre hay un testigo. Siempre hay un ejecutor. Siempre hay un heredero.
Yo solo fui un intermediario. Ahora es su turno.
Voz del Investigador
Anoche soñé con El Jardín de las Delicias. Caminaba por él, pero no como espectador: yo estaba dentro del cuadro. En el paraíso inicial, veía cuerpos desnudos y luminosos, pero al tocarlos se disolvían como ceniza. Luego crucé al panel central: allí todo era exceso, un desenfreno de carne y hierro, como si las criaturas de Milton hubieran decidido construir su propio reino.
Finalmente llegué al infierno. Y allí estaba ella.
Era inmensa. Más grande que cualquier forma humana. Tenía un nimbo, pero no era luz: era un halo de polvo y gusanos verdes. Me miró. Sonrió. Y dijo:
—Ahora tú pintarás.
Me desperté con las manos manchadas. No de sangre. De pigmento. Rojo oscuro, casi negro.
No recuerdo haber tomado un pincel. Y sin embargo… ya empecé.
Voz del Investigador (más tarde)
He empezado a ver patrones en el pueblo. En las calles, en las casas, en los rostros de la gente. Todo tiene forma de alas, de espirales, de círculos que se repiten. Y cuando cierro los ojos… veo el espacio detrás del espacio, como un segundo lienzo que late bajo la realidad.
Comprendo ahora lo que Bosco quiso decir. No era un asesino. No del todo. Era un instrumento.
Y yo… también lo seré.
Esta tarde llevé el primer cuerpo a la vieja fábrica. No lo maté yo, al menos no conscientemente. Simplemente ocurrió. Como si mis manos ya no me pertenecieran. Lo dispuse en el ala izquierda. Su carne brilla como un barniz fresco.
Pronto completaré el panel derecho.
Voz del Asesino (Bosco, en algún lugar desconocido)
Lo supe desde el principio. León Maraver no vino para atraparme. Vino para sucederme.
Ella lo eligió. Y yo obedecí.
Ahora él ve lo que yo vi. Ahora él la escucha. Y cuando termine su tríptico, otro vendrá. Y otro. Y otro. Porque la obra nunca termina. Es infinita. Como el Infierno de Dante, como el universo de Milton, como los cuadros de El Bosco donde no hay principio ni final, solo un ciclo eterno.
La Primogénita sonríe. El cuadro sigue creciendo.
Voz del Investigador
No soy León Maraver. Ya no.
Soy Bosco.
EPÍLOGO
Nadie volvió a ver al inspector León Maraver.
La vieja fábrica fue sellada, aunque los vecinos dicen que por las noches aún se escucha una música suave, como un arpa que toca sola, desafinada, hecha de algo que no debería resonar.
Algunos aseguran que en la plaza apareció un nuevo objeto: un espejo ovalado, con un nimbo invertido grabado en el marco. Quien se atreve a mirarlo demasiado tiempo dice ver otra ciudad detrás del reflejo, una ciudad llena de criaturas que caminan como hombres pero sonríen como bestias.
Se rumorea que antes de desaparecer, Maraver dejó escrito un último informe. No era un acta oficial. Era solo una frase, garabateada con tinta oscura:
No hay asesinos. No hay víctimas. Solo hay pinceladas.
Nadie sabe qué pasó con el testigo. Nadie sabe si Bosco murió, o si sigue vivo en otra parte. Pero de vez en cuando, en los muros de las casas abandonadas, aparece un nuevo símbolo: una rana, una esfera, una fuente, un nimbo, un arpa. Siempre cinco. Siempre en orden.
Y en el horizonte, al atardecer, se ven sombras que no son de este mundo. Sombras que se alargan y se contraen, como si pintaran algo que no podemos entender.
Quizá todo termine algún día.
O quizá no.
Porque los cuadros de El Bosco nunca tuvieron un principio claro ni un final verdadero. Solo un ciclo.
Y ella, la Primogénita, sigue sonriendo.