El alma es la habitación del olvido

El alma es la habitación del olvido, los huesos lo son del recuerdo.

El alma es la habitación del olvido

El alma es un vasto laberinto, lleno de esquinas ocultas donde el olvido se refugia. Es un lugar inasible, siempre desvaneciéndose, como la sombra de una nube en movimiento. Ahí se alojan los fragmentos deshechos de lo que fuimos, lo que quisimos ser, lo que alguna vez pensamos haber comprendido. Su naturaleza es ligera, flotante, casi etérea, porque el olvido no pesa; se desliza como un susurro que jamás llega a pronunciarse.

Los huesos, en cambio, son el testamento del recuerdo. Son testigos silenciosos de cada gesto, cada caída, cada abrazo. Cada grieta, cada surco en ellos es una marca del tiempo, una cicatriz de las memorias grabadas a fuego lento. Los huesos son duros, sólidos, como las verdades que uno ya no puede sacudir, cargados del peso de los años. En ellos reside una historia ancestral, inscrita en su rigidez, en su estructura inmutable, preservando lo que el alma se empeña en borrar.

Así, el alma y los huesos son opuestos y complementarios: mientras uno se diluye en el río del olvido, los otros sostienen con fuerza las raíces del pasado. Ambos nos componen, entre la levedad y el peso, entre lo que se va y lo que se queda.

Los huesos son los pilares invisibles que sostienen la vida, guardianes del secreto de la existencia. Bajo la piel, bajo la carne, ellos son las columnas de un templo antiguo, ese santuario que el cuerpo erige sin saberlo. Los huesos hablan en un lenguaje mudo, pero su historia es profunda y resonante; llevan consigo el peso de generaciones, de todo lo que hemos sido y lo que seremos.

Son fragmentos de piedra esculpida, endurecida por el paso del tiempo, grabados con el eco de las memorias. Cada hueso es una palabra, una línea escrita en el libro del ser. No solo sostienen el cuerpo, sino también las historias que este cuerpo ha vivido. El cráneo, cúpula que protege los pensamientos y los sueños, es la bóveda donde habita el misterio de la mente; las costillas, protectoras del corazón, envuelven con su rigidez frágil los deseos, los amores, las heridas invisibles.

Los huesos tienen la capacidad de durar mucho más allá de la carne que cubre sus formas. Incluso cuando el resto de nosotros se haya disuelto en la tierra, ellos seguirán ahí, custodiando con su estoicismo el pasado, convirtiéndose en reliquias de lo que alguna vez fue. Si se los contempla desde la distancia del tiempo, adquieren un aura casi sagrada, como si en su blancura perdurara una verdad fundamental. Los huesos, cuando se exhuman, revelan no solo la muerte, sino también la vida: cada fractura cuenta una historia, cada articulación desgastada revela el movimiento, la lucha, el esfuerzo por existir.

Pero no debemos verlos solo como símbolos de la rigidez o la permanencia. A pesar de su apariencia de piedra, los huesos son también flexibles, adaptables. Ceden ante la presión, se fracturan para sanar, se deforman para acomodarse al cambio. En esta contradicción —su dureza y su capacidad de ceder— los huesos nos enseñan algo sobre la naturaleza humana: el recuerdo puede ser inquebrantable, pero también debe saber transformarse, volverse fluido, para no quedar atrapado en el pasado.

Y si pensamos en los huesos en términos más poéticos, podríamos verlos como una metáfora del mapa de nuestra vida. Cada hueso es una encrucijada, un sendero que hemos recorrido o que nos queda por andar. Las falanges de nuestras manos son los dedos que han tocado el mundo, que han acariciado la piel del ser amado, que han sostenido con firmeza y que se han soltado cuando el adiós fue inevitable. Las vértebras, una a una, son los escalones que subimos en cada día, sosteniendo el peso del cuerpo y el alma, manteniéndonos erguidos en medio de la tormenta.

Hay una belleza austera en los huesos. No necesitan adornos, no buscan la atención. Son los héroes anónimos de la existencia, trabajando en silencio para sostenernos, para darnos forma. Y aunque a menudo se asocian con la muerte —con la visión del esqueleto desnudo, con la danza macabra que todos eventualmente bailaremos—, los huesos, en su esencia más pura, son un recordatorio de la vida que llevamos, de las marcas que dejamos. No son meros restos; son los custodios de lo que alguna vez fuimos, fragmentos de nuestra permanencia en este mundo.

En ellos resuena la eternidad y el olvido. Porque al final, los huesos no desaparecen del todo; siguen ahí, invisibles, ocultos bajo la tierra o bajo el peso de los siglos. Y aún en su silencio, nos cuentan la historia más antigua de todas: la de nuestro paso por este extraño y hermoso mundo.