Duque arrastraba sus pantuflas y su mirada por el suelo. Tambaleante a cada paso, salió al porche y se sentó en la mecedora. Las nubes pasaban veloces sobre un terso cielo azul que contrastaba con las costrosas arrugas del viejo. Sus labios hundidos a causa de su falta de dentadura le daban un aspecto aún más tétrico e inquietante. Hacía tiempo que vigilaba a su vecino, siempre a la misma hora. Sus ojos eran saltones como los de un batracio de tanto fijar la vista durante veinte años. Para no levantar sospechas no quiso aceptar unos binoculares que le ofreció su mejor amigo cuando se lo contó. También se negó a ser acompañado en sus guardias, a causa de lo cual rompieron su, hasta entonces, larga amistad. Duque frotaba sus temblorosas manos con insistencia. No era a causa del frío. Formaba parte del ritual diario. «Tres frotes y saldrá»-pensaba. Era como conjurar al genio de la lámpara. A pesar de todo el tiempo transcurrido vigilándole -lo había visto miles de veces- no conseguía interpretar su peculiar lenguaje corporal. Hoy en cambio sí. […]

Duque