CARLOS GAYOL

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Entró a su casa con la celeridad que le permitían sus reumáticos huesos y sin cerrar la puerta se quedó oculto en la penumbra de la entrada. Gayol no le dió ninguna importancia, era de esperar que aquel viejo chocho, que era su vecino desde hacía veinte años -cuando llegó a vivir al campo- y al que nunca había saludado, se comportase esquivamente en su primer intento de establecer amigables relaciones vecinales. En cambio le intranquilizaba que el viejo continuase observándole tras la puerta. Nunca se había sentido acechado -hubiera sido fatal para sus antiguos propósitos- pero, conforme avanzaba, sentía tras su espalda la mirada clavada de aquel insólito abuelo. Al girar su cabeza, el ochentón cerró de un portazo. […]


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