Escribir sobre Gaza después de dos años de destrucción continuada no es hacer una crónica. Es recoger restos. Fragmentos de vidas, de calles, de nombres que ya no están completos. Habría que empezar no por las cifras, sino por el polvo. El polvo que se mete en la boca, en los pulmones, en la memoria. El polvo que iguala a los vivos y a los muertos.
Todo empezó, como siempre, con un hecho concreto y una explicación inmediata. Luego vinieron las justificaciones largas, las palabras solemnes, las ruedas de prensa. Y mientras el mundo discutía el vocabulario correcto, Gaza se iba quedando sin verbos. Solo quedaban sustantivos básicos: hambre, miedo, refugio, cadáver.
Durante estos dos años, la palabra “genocidio” se convirtió en un campo de batalla en sí mismo. Algunos la pronunciaron con urgencia moral. Otros la rechazaron con tecnicismos jurídicos. En Gaza, la discusión no existía. Allí no se debate el término que nombra la aniquilación cuando esta ocurre todos los días a la misma hora. Allí se cuenta el tiempo por bombardeos, no por calendarios.
La guerra no fue una línea recta, sino un aplastamiento progresivo. Primero los barrios. Luego los hospitales. Después las escuelas, los convoyes, los refugios improvisados. Cada destrucción venía acompañada de una explicación. Demasiadas explicaciones. La violencia moderna siempre llega con notas al pie.
Los civiles dejaron de ser daño colateral para convertirse en paisaje. Familias enteras borradas en una sola noche. Niños que aprendieron a distinguir el sonido de los misiles antes que el alfabeto. Madres que dejaron de llorar porque el cuerpo también se agota de tanto duelo. El sufrimiento no fue accidental. Fue persistente, acumulativo, metódico.
Las imágenes salieron de Gaza como mensajes en botellas. Algunas llegaron a las pantallas del mundo. Otras se perdieron en el mar de la saturación informativa. Al principio hubo conmoción. Luego debate. Después cansancio. El horror prolongado tiene ese efecto perverso: deja de sorprender. Y cuando deja de sorprender, deja de importar.
Las organizaciones humanitarias hablaron de colapso. De hambruna. De sistema sanitario inexistente. De niños amputados sin anestesia. Los informes se acumularon como ruinas burocráticas. Muy bien escritos. Muy bien ignorados. El derecho internacional se convirtió en un idioma ceremonial que nadie se atrevía a hablar en voz alta cuando más falta hacía.
Las grandes potencias midieron cada palabra como si el lenguaje pudiera romper alianzas. Condenaron con cuidado. Lamentaron sin consecuencias. La diplomacia trabajó intensamente para que nada esencial cambiara. La paz fue mencionada muchas veces y practicada ninguna.
Israel habló de seguridad, de supervivencia, de amenazas existenciales. Palestina habló de exterminio, de ocupación, de asfixia histórica. Ambos discursos no eran simétricos en poder ni en consecuencias. Uno tenía ejército, cielo, fronteras. El otro tenía cuerpos.
En Gaza, la vida se redujo a una pregunta diaria: quién sigue vivo. Todo lo demás se volvió secundario. La política, la ideología, incluso la esperanza. Sobrevivir se convirtió en una forma de resistencia silenciosa. No heroica. Cansada.
Y aun así, algo persistió. Médicos que operaron sin luz. Periodistas que escribieron sabiendo que podían ser los siguientes. Vecinos que compartieron el último trozo de pan. No porque creyeran en un futuro cercano, sino porque rendirse del todo era una forma de muerte anticipada.
Dos años después, Gaza no es solo un territorio devastado. Es una acusación permanente. No solo contra quienes apretaron el gatillo, sino contra un orden internacional que miró, midió, calculó y decidió que el coste político de detener la matanza era demasiado alto.
La historia recordará estos años no solo por la destrucción, sino por la normalización de la destrucción. Por cómo el mundo aprendió a convivir con la aniquilación retransmitida. Por cómo la palabra “nunca más” volvió a quedarse sin destinatario.
Esta no es una crónica cerrada. Porque Gaza no ha terminado. Sigue. Bajo los escombros, en los campamentos, en la memoria de quienes sobrevivieron y en la conciencia incómoda de quienes miraron desde lejos. Es una herida abierta en tiempo real. Y escribir sobre ella no es un acto literario. Es un intento torpe, insuficiente, de no aceptar que todo esto haya sido tratado como algo inevitable.
Porque lo verdaderamente insoportable no es solo la violencia. Es la idea de que podía haberse evitado.
Vale. Dejemos la retórica a un lado y pongamos orden para la memoria, que es lo único que suele sobrevivir cuando la justicia llega tarde o no llega.
Esto es una cronología esencial, no exhaustiva, de lo ocurrido hasta ahora. No para cerrar el relato, sino para que no se diluya.
Cronología esencial del genocidio en Gaza
Antes de 2023. El terreno preparado
Gaza llevaba más de 15 años bajo bloqueo terrestre, marítimo y aéreo. Dos millones de personas confinadas en un espacio mínimo, con control externo de fronteras, electricidad, agua, importaciones y salidas. No era paz. Era una tregua estructuralmente violenta. La población ya vivía en emergencia permanente antes de que empezara la fase abierta de aniquilación.
Octubre de 2023. El punto de ruptura
Tras los ataques de Hamás en Israel, el Estado israelí declara una ofensiva total sobre Gaza.
Se anuncia el “asedio completo”: sin electricidad, sin combustible, sin agua, sin ayuda suficiente.
Desde el inicio, la respuesta no se plantea como una operación limitada, sino como castigo colectivo.
Bombardeos masivos sobre zonas densamente pobladas. El discurso oficial empieza a deshumanizar explícamente a la población gazatí.
Finales de 2023. Destrucción sistemática
Barrios enteros arrasados.
Hospitales atacados o inutilizados.
Escuelas, universidades, mezquitas y refugios destruidos.
Las cifras de muertos civiles crecen de forma vertiginosa, con una proporción altísima de niños y mujeres.
Las advertencias internacionales empiezan, pero sin consecuencias reales. El mundo “pide contención” mientras envía armas o protege diplomáticamente.
Principios de 2024. Colapso humanitario
El sistema sanitario deja de funcionar.
Cirugías sin anestesia.
Enfermedades prevenibles reaparecen.
El hambre empieza a utilizarse como arma de guerra.
Organismos de la ONU y ONG hablan ya de hambruna inducida.
Las imágenes de niños desnutridos recorren el mundo. Duran poco. La saturación informativa hace su trabajo.
Mediados de 2024. Normalización del horror
La guerra entra en fase de rutina.
Cada semana hay nuevas masacres, nuevos desplazamientos, nuevos “errores”.
Más del 70–80 % de la población desplazada, muchas veces varias veces.
El sur de Gaza, presentado como “zona segura”, también es bombardeado.
La palabra genocidio empieza a aparecer en informes jurídicos, declaraciones de expertos, resoluciones simbólicas. Los Estados poderosos la evitan cuidadosamente.
Finales de 2024. El derecho internacional en coma
La Corte Internacional de Justicia dicta medidas provisionales para prevenir actos genocidas.
No se cumplen.
No hay sanciones efectivas.
Israel continúa la ofensiva.
El suministro de ayuda sigue siendo insuficiente y condicionado.
El mensaje implícito es devastador: el derecho internacional existe, pero no para todos.
2025. Dos años de destrucción continuada
Gaza es ya un territorio físicamente irreconocible.
Decenas de miles de muertos confirmados, probablemente muchos más bajo los escombros.
Una generación entera traumatizada, mutilada, huérfana.
La infraestructura civil está destruida de forma casi total.
Hablar de reconstrucción suena obsceno mientras continúan los ataques.
El mundo debate cómo llamar a lo ocurrido.
En Gaza, esa discusión no tiene ningún sentido práctico.
Para la memoria
Esta cronología no es neutral. No puede serlo.
La neutralidad ante un proceso prolongado de destrucción masiva de una población civil no es equilibrio. Es posición.
Recordar el orden de los hechos importa porque dentro de unos años alguien dirá que fue confuso, que era complicado, que no se sabía.
Sí se sabía.
Se vio.
Se documentó.
Se permitió.
La memoria no devuelve a los muertos.
Pero evita que la mentira sea lo último que quede en pie cuando todo lo demás ha sido reducido a escombros.
Discusión de miembros