Dormir es ensayar la muerte
El ritual subconsciente del sueño y su analogía con la muerte
Dormir es ese ritual sagrado en el que la conciencia se desvanece, diluyéndose como tinta en el agua, ensayando la entrega última, la rendición absoluta al olvido. Es un abandono sin resistencia, un preámbulo de la muerte, donde el cuerpo se hunde en la quietud y el alma se desprende de sus ataduras terrenales, vagando por los paisajes oníricos que se dibujan en la penumbra del subconsciente. Cada vez que cerramos los ojos, nos sumergimos en ese ensayo, explorando los rincones más profundos de nuestro ser, donde los miedos, los deseos y las memorias se mezclan en un caos ordenado. Dormir es ceder, es practicar el olvido, es abrazar la nada y dejarse arrastrar por la corriente del tiempo hacia un lugar donde el "yo" se disuelve, como una gota en el océano infinito.
Es en ese limbo donde la vida se desnuda de sus artificios y se muestra tal cual es: efímera, frágil, un susurro que se pierde en la vastedad del silencio eterno. Dormir es, en última instancia, un recordatorio de nuestra condición mortal, un ensayo que repetimos cada noche, sabiendo que algún día, la función será definitiva. Dormir es ensayar la muerte, esa danza silenciosa que nos envuelve cada noche, cuando el mundo se apaga y los fantasmas del día se disuelven en el manto de la oscuridad. Es un ritual antiguo, una imitación sutil del último adiós, donde nos entregamos al abrazo de lo desconocido, esperando regresar al amanecer.
El cuerpo se abandona, cede su peso a la gravedad de los sueños, mientras la mente se desplaza hacia territorios insospechados, flotando entre las brumas de lo consciente y lo inconsciente. En ese umbral, el tiempo pierde su sentido, y la vida se desdibuja en un murmullo, como un río que se adentra en la neblina. Cada noche, en ese acto repetido de sumisión, enfrentamos el vacío con la esperanza de despertar, de encontrar, en las primeras luces del alba, la promesa de un nuevo día. Sin embargo, en ese abandono momentáneo, hay una sutil resignación, una aceptación tácita de lo inevitable, un ensayo de la quietud eterna que un día habrá de llegar sin retorno.
Dormir es ensayar la muerte, sí. Es un abandono voluntario, una rendición diaria al manto oscuro de la noche, donde el cuerpo se desprende de su vigilia y el alma se adentra en las tierras de lo desconocido. Es un acto de fe, de ciega confianza en que habrá un amanecer. Es una pausa en la obra, un intervalo en la sinfonía de la existencia, donde los acordes del día quedan suspendidos en un limbo de silencio y quietud. Dormir es descender a la caverna de los sueños, a ese reino donde las leyes de la lógica se disuelven y el tiempo se convierte en un espejismo. Es un ensayo, sí, de la última despedida, un recordatorio de la fragilidad de nuestra conciencia, de lo efímero que es nuestro estar despiertos. En el sueño, nos sumergimos en un océano de sombras, como quien se prepara para el gran naufragio, para el abrazo final con lo eterno.
Y sin embargo, en cada despertar, hay un renacer. El sol asoma tímido por el horizonte, las aves cantan sus himnos matutinos, y nosotros, pequeños mortales, regresamos de ese ensayo con la esperanza renovada, con el corazón latiendo, al menos por un día más, en la danza incesante de la vida. Pero siempre queda la pregunta, latente, susurrante: ¿Qué sucederá cuando el ensayo termine y llegue el acto final?