También pasan cosas buenas, aunque no hagan ruido ni coticen en bolsa. Hay que agacharse un poco para verlas, mirando donde no apuntan las cámaras.

Este fin de año el mundo no celebró grandes victorias, pero sí pequeñas continuidades, que a veces valen más. No se cayó el sistema. No estallaron todos los conflictos que parecían inevitables. Hubo guerras que no se ampliaron, crisis que no se desbordaron, odios que se quedaron a medio camino. En la política internacional, eso ya cuenta como una forma modesta de esperanza.

En varios países, la inflación empezó a ceder lo suficiente como para que la gente respirara un poco mejor. No es prosperidad, pero es alivio. El precio del pan dejó de subir tan rápido. El alquiler dejó de ser un sobresalto mensual en algunos lugares. La economía no abrazó a nadie, pero dejó de empujar al suelo a tantos.

La ciencia siguió avanzando sin pedir permiso. Nuevos tratamientos, mejores diagnósticos, tecnologías médicas que no salen en titulares porque no generan pánico. Este año se salvaron vidas que no sabrán nunca que estuvieron a punto de no salvarse. Esa es una estadística silenciosa y profundamente optimista.

La transición energética, lenta y contradictoria, dio pasos reales. Más renovables conectadas, menos dependencia de algunos combustibles, más ciudades entendiendo que el aire limpio no es un lujo ideológico, sino una necesidad física. El planeta no se curó, pero el daño dejó de acelerarse en ciertos frentes. También eso importa.

En el plano humano, ocurrieron millones de cosas invisibles. Reencuentros. Gente que consiguió trabajo después de meses. Migrantes que llegaron vivos. Profesores que no se rindieron. Médicos que siguieron yendo. Periodistas que escribieron sin creer demasiado, pero escribieron igual. La civilización se sostiene así, por insistencia.

Y en la cultura, que siempre llega tarde a las buenas noticias, hubo una persistencia casi obstinada. Libros leídos. Obras representadas. Canciones compartidas sin algoritmo de por medio. Cuando el mundo no sabe a dónde va, la cultura no responde. Acompaña. Y eso, al final, salva más de lo que parece.

Este fin de año no trae un mensaje triunfal. Trae algo más creíble: continuidad con sentido. La prueba de que, pese al cansancio, la humanidad no ha renunciado del todo a corregirse, a cuidarse, a no empeorarlo todo al mismo tiempo.

No es un final feliz. Es algo mejor y más raro: un final abierto donde todavía hay margen para hacerlo un poco mejor mañana. Y en estos tiempos, eso ya es una buena noticia.