DÁNAE

"Juventud… Siempre tan temeraria y absurda."

DÁNAE

Para colmo de mis desdichas, una vez en la habitación, Dánae no siempre se mostraba tan solícita como mi imaginación y mis deseos lo pergeñaban. Un día, cuando acababa de caer el sol, escalé la alta torre que me separaba de las placenteras victorias del amor, no sin hartos peligros. Con su amplio vestido de vuelo, ella estaba afortunadamente allí, y su corsé o justillo -como entonces le llamaban- elevaba sus erguidos, indomables y danaides senos. Mi inocente corazón trepidaba ansioso por acariciarlos cuando irrumpió la Damgalnunna en su ya, por fin, mancillada habitación para hacer su aún inmaculada cama. Imaginaos entonces mi azaroso rubor y patetismo tratando de ocultar lo que es más evidente que el sol de mediodía.

Como un náufrago desesperado aferrándose a un madero, intenté ocultarme tras los pliegues de un biombo de laca china, donde dragones escarlata danzaban entre nubes doradas, pero mi torpeza, avivada por el pánico, convirtió la maniobra en un estrépito lamentable. Dánae, con una mezcla de horror y sofocada risa, se giró hacia mí mientras sus mejillas se encendían con un carmesí tan vibrante como la flor del granado.

La Damgalnunna, cuyo nombre resonaba en mi mente como una sentencia bíblica, alzó una ceja con la calma severa de quien sabe dominar el caos con un solo ademán. Sus manos, endurecidas por años de faena doméstica, continuaron alisando las sábanas con movimientos precisos, ignorándome con una indiferencia que, lejos de tranquilizarme, me convertía en un espectro incómodo y grotesco en aquella escena casi litúrgica.

El silencio era un cuchillo afilado. Sólo se oía el susurro del lino al deslizarse bajo sus manos y el sonido de mi respiración desbocada. Cuando al fin la mujer rompió el silencio, fue como si el universo entero se detuviera:

—Señorita Dánae, ¿acaso no os han enseñado a cerrar las ventanas de vuestra alcoba? Parece que los vientos traen consigo cosas... inesperadas.

Su mirada, fugaz y punzante como una daga, se clavó en el biombo tras el cual yo intentaba hacerme invisible. Era imposible determinar si su tono contenía reprimenda o diversión, pero el doblez de sus labios insinuaba que gozaba de la situación más de lo que su severa compostura dejaba entrever.

Dánae, temblando entre el desconcierto y la risa, apenas logró responder:

—Oh, Damgalnunna, no hay más que brisas inocentes esta tarde… nada de importancia ha cruzado por mi ventana, os lo aseguro.

Su voz, normalmente firme y musical, se quebró al final de la frase, y yo sentí que su intento por salvarme del abismo de la humillación era tan frágil como una telaraña en medio de una tormenta.

Pero la anciana no se dejó engañar. Con un gesto teatral, tomó el candelabro de bronce de la mesa cercana y se dirigió hacia el biombo. Cada paso suyo resonaba como un eco fúnebre en mi pecho. Con una lentitud exasperante, rodeó mi improvisado refugio, y ahí estaba yo, congelado, más patético que un cervatillo frente a un lobo.

Cuando sus ojos encontraron los míos, su expresión fue una obra maestra de contención. La teatralidad del momento pareció desmoronarse como un castillo de naipes, y, en un giro inesperado, Damgalnunna suspiró profundamente y murmuró, más para sí misma que para nosotros:

—Juventud… Siempre tan temeraria y absurda.

Sin decir más, dejó el candelabro sobre la mesa, se giró y salió de la habitación con la dignidad de una reina exiliada. Pero, antes de cerrar la puerta, añadió con un tono ambiguo:

—Cerrad la ventana la próxima vez. No siempre seré yo quien entre.

Y así nos dejó, a Dánae y a mí, petrificados entre la vergüenza y el alivio, con el crepúsculo tiñendo de sombras y destellos la habitación, como si el universo, cómplice silencioso, nos regalara una última tregua antes de que la inevitable consecuencia de nuestra osadía se desatara.

La puerta se cerró tras Damgalnunna con un susurro que pareció más un sello ominoso que un gesto cotidiano. Dánae, aún temblorosa, se dejó caer sobre el lecho, los dedos crispados en la colcha bordada. Sus ojos, como estanques turbios bajo la penumbra del crepúsculo, buscaron los míos con una mezcla de miedo y desesperación.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó, y su voz, usualmente vibrante, apenas fue un murmullo quebrado.

Yo, incapaz de responder de inmediato, me quedé de pie junto al biombo, sintiendo cómo el mundo entero se comprimía en esa habitación. Afuera, el ulular del viento contra los muros de piedra parecía reírse de nuestra desgracia. Finalmente, tomé aire y me acerqué a ella, tomándole las manos entre las mías.

—No todo está perdido, Dánae. Si ella sospecha, debemos darle algo que satisfaga su curiosidad… y que, al mismo tiempo, la desvíe de la verdad.

Sus cejas se alzaron, dibujando una sombra de esperanza teñida de incertidumbre.

—¿Y qué podríamos decirle? —preguntó, aunque en su tono ya resonaba el eco de la complicidad.

La respuesta vino a mí como un relámpago.

—Le diremos que he venido de parte de tu tío Eudoro —improvisé, recordando al viejo comerciante cuya fama de excéntrico nos serviría de escudo—. Le he traído una carta que, por prudencia, no puedes mostrar a nadie más.

Dánae asintió lentamente, como quien ve un puente débil pero no tiene otra opción que cruzarlo.

—Es arriesgado… pero podría funcionar.

Nos dedicamos entonces a construir nuestro relato, hilando detalles que parecían crecer con vida propia. La carta sería una misiva relacionada con un acuerdo de tierras entre su tío y su padre. Mi llegada nocturna, un intento desesperado por evitar que la noticia llegara demasiado tarde. Por supuesto, no habría carta alguna que mostrar: sería nuestro secreto más vulnerable.

Pero, como pronto descubriríamos, el destino tiene una manera peculiar de enredar las mentiras.

La noche transcurrió en una vigilia tensa. Apenas pude dormir en el desván de los criados, donde Dánae me había escondido con la ayuda de un viejo lacayo fiel. Antes del amanecer, el eco de pasos firmes en los pasillos me despertó: Damgalnunna había cumplido su amenaza.

—La señora y el señor quieren verte, Dánae —anunció con una sonrisa ladeada que no auguraba nada bueno.

Bajé al jardín trasero, un rincón oculto tras los arrayanes, para evitar cualquier encuentro desafortunado. Desde allí, escuché cómo Dánae enfrentaba a sus padres.

—Un mensajero de tío Eudoro llegó anoche —afirmó ella con una convicción que me dejó sin aliento.

—¿A esas horas? —preguntó su madre, incrédula.

—Era algo urgente… y reservado —respondió Dánae con firmeza.

El padre, un hombre conocido por su desdén hacia los secretos, exigió más detalles. Fue entonces cuando Dánae cometió un error que encendería un nuevo incendio:

—La carta… está en mi habitación.

El silencio que siguió fue como el filo de una daga. Yo, escondido entre las sombras, comprendí con terror que ahora debíamos fabricar no solo una mentira, sino un objeto tangible que la sustentara. Una carta inexistente que pronto sería buscada.

El latido en mi pecho era un tambor de guerra mientras me deslizaba por las sombras, ideando una solución antes de que Dánae y yo fuéramos atrapados por nuestra propia red.