Seducción de las Curvas
En las curvas de una mujer descarrilan incluso los trenes más seguros.
En las curvas de una mujer, los trenes más seguros pierden su rumbo, deslizándose por los raíles de un destino incierto. Sus formas ondulan como colinas en un paisaje misterioso, y cada giro es una invitación al abismo de lo desconocido. Allí, donde la lógica se desvanece y las certezas se diluyen como sombras al amanecer, la razón cede su lugar al deseo, y las máquinas perfectas, forjadas en acero y precisión, se entregan al caos de la seducción. Porque en esas curvas, más que un cuerpo, se esconde un laberinto, y el que se atreve a adentrarse en él sabe que ya no habrá regreso posible.
En las sinuosas curvas de una mujer, donde la piel se tensa como el trazo delicado de una pluma en el aire, los trenes más seguros, aquellos que avanzan con la precisión de un reloj suizo, encuentran su fatídico destino. Se deslizan, hipnotizados por la suavidad de su recorrido, por la promesa velada en cada curva, y pierden la noción del tiempo, la lógica y la razón. Las vías, otrora rectas y firmes, se retuercen, seducidas por la curva que desafía la geometría, y los trenes, en su marcha inexorable, descarrilan en un suspiro de asombro, entregados a la fatalidad dulce que sólo los trazos de una mujer pueden ofrecer.
Es en ese instante, cuando el metal cede ante la carne, que el mundo parece detenerse, consciente de que, en las curvas de una mujer, se traza el límite entre el control y la entrega, entre la seguridad y la temeridad, entre lo que es y lo que podría ser. Y así, los trenes, con su poder y su fuerza, se rinden, como el viajero que, sin remedio, cae en los abismos de un amor inevitable.