Condenados
"apuntaba con fervor en sus cuadernos desgastados de Cymeria"
Salió como un lobo dispuesta a que le concediera la confesión de su crimen. Una comezón le rondaba. Cómo pido a los verdugos mis derechos -pensaba. Había asistido alguna vez desde los camarines a las sofocadas ejecuciones. Antes de ser los bribones apestados de aquella sociedad, jugaban su partida sin miedo. Pero ahora tocaba descansar y el pesar les era devuelto con las mismas culatas que usaron para sus crímenes. Perdían la compostura y sólo se rendían de cansancio. Ella, seducida por aquel espectáculo, gritaba y gruñia con desdén. Yo no me comporto con esas embusteras tristezas de rata -pensaba. Para ella eran como un oráculo: apuntaba los números de cada condenado en sus libritos de Cymeria y les dibujaba unas huríes bien entradas en mantecas. Luego volvía a los albergues que frecuentaba. Buscaba remedios, salidas, túneles… Hallándome así de despechada es absolutamente imposible encontrarlas -pensaba. Eran demasiado antiguas. Había que buscar entre nuestra carne como un leproso...
Salió como un lobo, decidida, con la furia de quien no teme hurgar en la herida que aún supura. Una comezón indescifrable le ardía en los huesos, en la piel, en los resquicios de su conciencia que a duras penas lograban enhebrar los hilos del razonamiento. ¿Cómo le exijo a los verdugos mis derechos? –se preguntaba, mientras sus pensamientos giraban como un enjambre alborotado.
Recordaba, nítidamente, aquellas ejecuciones que había presenciado desde la sombra, oculta en los camarines, donde el sudor y el miedo compartían espacio con el hedor de la derrota. Los que antes reinaban con desparpajo y osadía, impunes, ahora se sometían al riguroso ciclo del castigo. Como si la justicia hubiese despertado de su letargo, devolviéndoles con despiadada precisión el peso de sus crímenes. Aquellos hombres, que alguna vez se jactaron de su poder, no se doblegaban por arrepentimiento, sino por el simple cansancio de una guerra interminable. Y ella, fascinada por esa decadencia brutal, aplaudía desde la oscuridad, no con las manos, sino con el alma. Gritaba, aullaba, como una bestia que reconoce en la derrota ajena el reflejo de su propia furia.
No me dejaré arrastrar por esas tristezas falsas, de roedores asustados –se repetía, desafiante. Para ella, los condenados no eran más que una especie de oráculo retorcido, cuyos números apuntaba con fervor en sus cuadernos desgastados de Cymeria. Y junto a esos nombres y números, dibujaba huríes grotescas, rollizas, cubiertas de manteca, como si en la deformidad de esas figuras pudiera encontrar algún tipo de consuelo o redención.
Luego, se marchaba a los albergues, aquellos tugurios donde la desesperanza era palpable, buscando siempre una salida, una grieta en la estructura, un túnel que la liberara de aquella asfixiante sensación de estar atrapada. Es inútil encontrarlas –se decía con frustración. Porque, ¿Qué remedios podía haber para un mal tan antiguo, tan arraigado en la carne? No, la búsqueda no era hacia afuera; debía sumergirse en su propia piel, como un leproso que excava en su carne podrida, buscando quizás en la enfermedad la respuesta que siempre se le había negado.