Canicas de Villar

"Aquel niño, jugando a las canicas, aspira a ser el dios de los billares. Así empiezan todos los gánsters! Bueno, así empecé yo..."

Canicas de Villar

Aquel niño, agachado bajo la luz del sol que hacía brillar las canicas como diminutas lunas, no lo sabía, pero en su mente ya tejía sueños de grandeza. Su mirada, fija en las esferas de vidrio, ocultaba la ambición desmedida de quien anhela dominar un reino, aunque sea uno de mesas verdes y esferas numeradas. Era un pequeño emperador en formación, apenas consciente de que ese juego inocente era el preludio de una lucha más oscura, donde las reglas no se escriben y las victorias se cobran con algo más que un puñado de fichas.

Así comienzan todos los gánsters, con esa mezcla extraña de fantasía infantil y determinación adulta que aún no ha encontrado su cauce. La inocencia es una semilla que crece torcida cuando se riega con las aguas del poder y el deseo. Así empecé yo también, con una canica en la mano y la idea de que el mundo era una mesa de billar infinita, donde yo, y solo yo, podría controlar el juego.

Me veo en él, en su mirada concentrada, en ese gesto minúsculo pero definitivo al lanzar la canica, como si con cada golpe forjara su destino. ¿Acaso fue así conmigo? Tal vez nunca hubo un momento exacto, tal vez no fue un día ni una hora, sino un goteo lento de sueños, un desliz que se convirtió en caída. De una canica a un taco, de un juego de niños a uno de hombres.

¿Quién decide cuándo el juego deja de ser juego?

Aquel niño, con los dedos temblorosos y la mirada fija en las canicas que brillan bajo la luz mortecina del atardecer, tiene la ilusión ingenua de ser algo más. Juega como si en cada choque de esas esferas de vidrio estuviera en juego un destino, el suyo. Aspira a ser el dios de los billares, el dueño absoluto de cada rincón en penumbra donde las mesas verdes dibujan los senderos del azar. No lo sabe aún, pero ahí, en esa mezcla de deseo infantil y ego incipiente, germinan las semillas de lo que será su reino en sombras. Así empiezan todos los gánsters, con una mirada voraz y una sonrisa que esconde la ambición desmedida. Así empecé yo, con las manos aún pequeñas pero ya aferradas al ímpetu de conquistar lo que otros no ven, lo que otros no se atreven a tocar.

Me veo en él, como en un reflejo desviado en la curvatura de esas canicas, en la inocencia rota antes de tiempo. Me pregunto si, dentro de unos años, él también recordará este día como yo recuerdo el mío, ese día en el que dejé de ser un niño que jugaba y me convertí en alguien más, en alguien que haría lo necesario para que su nombre resonara en los ecos oscuros de las salas de billar y las calles que nunca duermen.