Biombo
La bruma pone biombo a las montañas mientras se cambian la ropa interior
La bruma, como un velo caprichoso, se desliza suavemente por el paisaje, desplegando su cortina etérea ante las montañas. En su danza lenta y sinuosa, oculta la solidez pétrea y altiva, creando un íntimo escenario donde las montañas, discretas y misteriosas, parecen prepararse para un ritual antiguo. Con la gracia de un telón que cae en un teatro desierto, la niebla se convierte en cómplice de la tierra, cubriéndola mientras las montañas, orgullosas y conscientes de su belleza eterna, intercambian sus vestiduras. Bajo ese manto de vapor, se ocultan las crestas afiladas y los valles profundos, como si las piedras, tímidas, se desprendieran de su piel áspera para vestir otra piel más suave, una piel nueva que se alinea con el alba. Es en ese instante de fugaz transformación, mientras la niebla se desliza con un susurro casi imperceptible, que las montañas se revelan no solo como guardianas del horizonte, sino también como seres de carne y roca, vivos y siempre cambiantes.
Cómplice silenciosa de la mañana, se desliza con la delicadeza de un velo de seda, envolviendo las montañas en su etérea caricia. Como una celosa dama de compañía, se interpone entre las cimas y el cielo, levantando un biombo de vapor que esconde la desnudez del paisaje, preservando su misterio. Las montañas, en su majestuosa timidez, aprovechan la ocasión para cambiarse la ropa interior, despojándose de los harapos de la noche para vestirse con las primeras luces del amanecer. Las cumbres, que otrora se erguían desnudas y orgullosas, se cubren ahora de suaves mantos de nubes, dejándose acariciar por las manos del viento que las viste con sutil elegancia. La bruma, en su danza silenciosa, las envuelve, otorgándoles un respiro, una pausa en su eterno desfile hacia el cielo. Y así, mientras el mundo despierta, las montañas permanecen ocultas, resguardadas en su íntima transformación, hasta que el sol, impaciente, venga a reclamar su dominio.