Sobre el arte de desaprender

"Después de aprender de los maestros tendré que desaprender de los ignorantes."

Sobre el arte de desaprender

He sospechado, desde hace tiempo, que todo aprendizaje verdadero encierra, como su sombra inevitable, un olvido. Los maestros, esos custodios de lo esencial, nos conducen por senderos de claridad: nos enseñan a nombrar el mundo, a ordenar el caos, a distinguir lo verdadero de lo falso. Con ellos, el conocimiento parece un ascenso, una lenta escalera hacia una biblioteca infinita que, sin embargo, promete sentido.

Pero existe una etapa posterior, menos celebrada y más ardua: la de desaprender lo que los ignorantes nos imponen. No es un olvido natural, como el que sugiere Pascal cuando habla de la fragilidad de la memoria; es un ejercicio deliberado, casi ritual.

Imagino un extraño libro –quizá escrito en Alejandría, quizá en un espejo– que contenga únicamente argumentos erróneos. En sus páginas, la Tierra sería plana, el tiempo un invento de los relojeros, y toda evidencia, una conspiración urdida por mentes demasiado lúcidas para ser confiables. Los ignorantes leen ese libro con devoción, sin saber que no existe, o peor aún, sin sospechar que ese libro son ellos mismos.

El problema no es su error, sino su convicción. Como en los laberintos de Tlön, donde las ficciones se vuelven reales, sus palabras –repetidas con fervor y ligereza– terminan por infectar el aire, obligándonos a desmontarlas, una a una, como quien deshace un hechizo. Así, el discípulo de los maestros, armado de razonamientos y dudas legítimas, debe iniciar una segunda peregrinación: desandar lo falso, vaciar lo aprendido por imposición, recuperar el silencio interior que la necedad ahoga.

He comprendido, no sin cierta melancolía, que el saber no es una acumulación sino una delicada balanza entre lo que se acepta y lo que se renuncia a aceptar. Aprendemos, sí, pero para luego proteger ese aprendizaje de quienes, sin saberlo, trabajan para desfigurarlo.

Quizá el verdadero conocimiento no consista en conocer más, sino en preservar lo aprendido del desgaste que provoca la ignorancia ajena. Como en un cuento de arena, cada verdad está destinada a ser borrada, y el único mérito del sabio es escribirla, una y otra vez, sabiendo que mañana tendrá que empezar de nuevo.

Primero están los maestros. Los verdaderos. Aquellos que, como Sócrates, no te llenan de respuestas sino de preguntas, que te enseñan a mirar el mundo con una mezcla de asombro y sospecha. Ellos siembran en ti el noble germen del pensamiento, esa pequeña llama que ilumina incluso cuando la niebla social es espesa. Y tú, aplicado discípulo, crees ingenuamente que el viaje termina allí.

Pero no. Después de aprender de los maestros, toca el penoso deber de desaprender de los ignorantes.

Ellos aparecen siempre, como personajes secundarios en una novela de Dostoievski: contradictorios, ruidosos, convencidos de poseer una verdad tan absoluta que no necesita prueba alguna. Te toman de la mano –con la misma seguridad con la que Alonso Quijano tomó la lanza– y te llevan a un universo paralelo donde las certezas se disuelven, y la lógica, pobre criatura, muere lentamente de inanición.

Allí te explican que la Tierra es plana “porque lo vio en un video”, que las vacunas alteran el ADN y que todo lo que no encaje con su relato es un invento de “los poderosos”. Uno, que venía de leer a Borges, de entender que la verdad puede ser un laberinto, se encuentra de pronto atrapado en un laberinto mucho peor: el de la necedad.

Y no sirve citar a Montaigne, ni recordar que Galileo tuvo que retractarse, ni siquiera evocar la paciencia de Flaubert para describir la estupidez humana. No. Ante el ignorante ilustrado –esa criatura moderna que desconoce, pero con orgullo–, cualquier argumento es solo leña para su hoguera de certezas.

Así que aprendes, o más bien desaprendes. Olvidas la precisión de las palabras, la disciplina del razonamiento, la cortesía de la evidencia. Adoptas el idioma del “bueno, cada quien con su opinión” para evitar que la conversación termine en un callejón kafkiano, sin salida y lleno de absurdos.

Y mientras sonríes con cortesía fingida, recuerdas a Shakespeare: “El necio se cree sabio, pero el sabio sabe que es un necio”. Quizá, piensas, este es el verdadero examen final que los maestros nunca anuncian: no demostrar lo que sabes, sino resistir la tentación de debatir lo que no vale la pena.

Al final, el ciclo es eterno y casi literario: se aprende para luego desaprender. Una tragicomedia humana que Cervantes habría narrado con más gracia, pero que a nosotros nos toca protagonizar con discreta resignación.