La economía de este año no se presentó como una promesa, sino como una advertencia. No llegó con fuegos artificiales, sino con gráficos nerviosos, discursos prudentes y esa palabra que se repite cuando nadie sabe bien qué decir: incertidumbre.
Desde lejos, la economía mundial parece una maquinaria sofisticada. Desde cerca, es un mercado al amanecer. Gente esperando. Gente contando. Gente haciendo cálculos pequeños para sobrevivir a decisiones enormes tomadas en otros lugares. Este año no fue de grandes colapsos espectaculares, que son fáciles de narrar, sino de desgaste. Y el desgaste es más peligroso porque no asusta a tiempo.
La inflación, ese impuesto sin firma, se convirtió en una presencia cotidiana. No gritó. Se sentó en la mesa. Achicó porciones. Hizo que la gente comparara precios con una atención casi científica. Los gobiernos dijeron que estaba controlada, y tal vez lo estaba en los informes. En la vida diaria, seguía mandando.
Los bancos centrales actuaron como médicos cansados. Subieron tipos, bajaron expectativas, hablaron en un idioma técnico que tranquiliza a los mercados y desespera a los ciudadanos. Cada decisión era presentada como inevitable, que es la forma moderna de decir “no hay alternativa”. La economía de este año estuvo llena de inevitabilidades cuidadosamente explicadas.
Las grandes potencias jugaron su partida habitual. Estados Unidos defendiendo su hegemonía con deuda y tecnología. China avanzando sin prisa, aceptando crecer menos para controlar más. Europa intentando mantener un equilibrio moral mientras calcula cada céntimo. Nadie quiso parecer débil, aunque todos lo estaban un poco.
En los márgenes del sistema, el año fue más claro. Países endeudados negociando su oxígeno. Clases medias descubriendo que ya no lo son tanto. Jóvenes aceptando que el futuro será más estrecho de lo que les prometieron. Aquí la economía no fue una abstracción: fue ansiedad, aplazamiento, renuncia.
La transición energética, anunciada como salvación, avanzó con paso irregular. Mucha retórica verde, inversiones selectivas, conflictos nuevos por recursos antiguos rebautizados. El mundo quiere cambiar de modelo sin cambiar de hábitos, y la economía se encarga de recordar que esa contradicción se paga.
Y sin embargo, el sistema no colapsó. Esa es la noticia que los economistas celebran y que a muchos ciudadanos les resulta incomprensible. Porque resistir no es prosperar. Aguantar no es avanzar. La economía de este año funcionó, sí, pero como funcionan las cosas que ya están cansadas.
Al final, el balance no se mide solo en crecimiento o en déficit. Se mide en confianza. Y este año dejó una sensación extendida de que el contrato es frágil, de que el esfuerzo no siempre garantiza recompensa, de que las reglas pueden cambiar sin previo aviso.
La economía, como la historia, no se detiene. Pero este año avanzó mirando al suelo, cuidando de no tropezar, consciente de que cualquier paso en falso podría romper algo que ya está lleno de grietas. Esa no es una buena noticia. Tampoco es una tragedia. Es, simplemente, el estado real del mundo.
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