Agua inferior y superior

"...y he recreado en las nubes todos los universos y figuras."

Agua inferior y superior

En el vasto silencio de la eternidad, comprendí que el dios que me hizo inmortal no era más que un bromista cósmico, empeñado en ahogar mi esencia en el océano del aburrimiento. Pero su chiste me reveló un secreto: si el tedio era su castigo, la creación sería mi salvación.

Así que, armado con el poder que solo la inmortalidad concede, decidí imitar a mi creador, pero no en su omnipotencia, sino en su arte. Me propuse diseñar un universo propio, uno que se desplegara ante mí como un tapiz interminable, donde cada hilo, cada color, cada figura, fuera fruto de mi imaginación desbordada. Separen las aguas, ordené, y lo que fue un único mar se dividió en corrientes de fantasía y realidad, en mares profundos y etéreos, donde criaturas imposibles nadaban en la frontera entre lo tangible y lo soñado.

El primer día imaginé a los dragones. Pero no me conformé con uno solo, no. Les di todas las formas, desde los colosos que emergen de la lava hasta los serpenteantes espectros de niebla que custodian los límites de la conciencia. Cada dragón llevaba en sus escamas el reflejo de una emoción olvidada, de un sueño roto, y su aliento ardía con la furia de todos los dioses que jamás existieron.

El segundo día, tomé las letras del universo y las mezclé hasta que cada combinación posible formara palabras, y esas palabras, libros. Mi mundo rebosaba de bibliotecas infinitas, donde se escribían las historias que nunca se contarían, donde cada página era un espejo de mi mente, reflejando las sombras y las luces que habitaban mi alma eterna.

El tercer día, fui a las profundidades del océano y convencí a Neptuno de que, más allá de su poder, existían millones de diosecillos, pequeños y caprichosos, que controlaban las mareas de mundos diminutos. Cada uno de esos dioses, que sólo yo conocía, gobernaba un reino de detalles infinitesimales, donde la arena no era arena, sino tiempo, y donde cada grano era un segundo de eternidad que se escurría por mis dedos.

Finalmente, tomé el cielo como lienzo y recreé en las nubes los universos que soñaba, figuras que se desvanecían y renacían con cada soplo de viento, eternamente en movimiento, eternamente cambiantes. Dibujé galaxias que giraban en torno a un sol inexistente, estrellas que se apagaban solo para renacer en constelaciones nunca vistas. Y mientras lo hacía, sentí la chispa de lo divino en mi interior, no como un dios distante, sino como un creador obsesivo, que, sabiendo que su obra nunca terminará, se deleita en la certeza de su inmortalidad.

Porque en ese acto de creación infinita, entendí que había burlado al destino. No moriré, no porque no pueda, sino porque mientras haya un universo por imaginar, un dragón por reinventar, un libro por escribir, mi alma seguirá tejiendo la trama de su propia eternidad. Y en ese hilo interminable, encontré la única verdad que el dios olvidó: la vida no se mide en años, sino en mundos creados. Y yo, en mi rebelión creativa, viviré para siempre.

Dios quería matarme de aburrimiento haciéndome inmortal. Pero yo le imité en todo, pues siendo él mismo inmortal de alguna forma debía vencer el tedio de los siglos. Y dí con la clave: había que crear el mundo —mi propio mundo— para no caer en su trampa mortal. Separé las aguas en submundos inferiores y superiores; imaginé todas las posibles versiones de un dragón; combine todas las letras hasta escribir todos los libros; convencí a Neptuno de su existencia en infinitos diosecillos; y he recreado en las nubes todos los universos y figuras. Se con seguridad que nunca acabaré mi obra y por tanto que nunca moriré.